‘Arcaven’, de Leandro Buscaglia. Capítulo 1: El tucán

Arcaven, una novela de Leandro Buscaglia. Estrenamos esta novela que publicaremos por capítulos en nuestro despegue de CosmoVersus, con periodicidad semanal. Pero, ¿de qué trata Arcaven? Entrad y lo leeréis. Un honor para CosmoVersus que Leandro presente su obra en nuestra humilde morada…

Arcaven.

Capítulo 1. El Tucán

-1-

El cuerpo de Moloch_999 está cubierto de heridas que gotean sangre sobre la arena. Su respiración furiosa suelta aliento de azufre mientras blande su espada sobre nuestro pequeño Luriel, que busca por dónde escabullirse.

        Si alguien le hubiese dicho a Luriel hace apenas cinco meses que iba a luchar contra el gladiador más poderoso del mundo, no lo hubiera creído ni por medio segundo, ni aún con toda su inocencia. En esos días, Luriel era un niño mal comido que vendía coatíes de madera en la feria de artesanías Cataratas del Iguazú.  Se sentaba en el piso de tierra durante todo el día y tallaba con desgano lo mismo que tallaban los otros niños de los veinte puestos que rodeaban al suyo: coatíes. Todos los hacían del mismo tamaño, de la misma madera y con el mismo nivel de detalle. Aunque había algo todavía más chocante   para los turistas que la siniestra igualdad de los coatíes: su absoluto monopolio. Los veintiún puestos vendían exclusivamente estos coatíes, y al mismo precio (uno muy módico). Los turistas se sentían tan decepcionados con la feria de artesanos originarios que no tenían más opción que fingir una sonrisa y conformarse con mil o dos mil fotos junto a los caudalosos saltos.

        Algunos podrían suponer que existía un acuerdo, por lo menos tácito, entre las familias de artesanos para que la feria funcionara de esta manera. Que era intencional obligar a la suerte a decidir si un turista gastaría su medio dólar en este puesto o en aquel. Que todo esto sería, a falta de encontrar un mejor motivo, o uno menos malo, para que la riqueza se distribuyera más o menos de forma equitativa y su comunidad no sucumbiese ante lo que algunos llaman «las garras de la codicia», y otros las «ansias de progreso». Aunque tras un detallado análisis descubrimos que la familia Chapai siempre tuvo una ligera superioridad en ventas (los Chapai tienen la costumbre de colgarse del cuello un hilo de lana rojo con una ruedita de caña, lo que los hace, quizá, más pintorescos a los ojos de los visitantes), si ese hubiera sido el objetivo, se cumplía: todos eran igual de pobres. Sin embargo, no podemos más que reconocer que aquella singularidad no era premeditada, sino que era fruto de la simpleza de esta comunidad. Realidad que siempre supimos nosotros y que puso en evidencia frente al mundo nuestro pequeño Luriel cuando, por consejo nuestro, que habitamos en la oscuridad de su consciencia, una tarde lluviosa de verano comenzó a tallar, sin qué él mismo llegara a percatarse, la figura de un tucán. Luriel estaba tan ensimismado que no pudimos ver lo que pensaba por varios minutos. Nos limitamos a observar cómo su cuchillo bailaba una nueva danza sobre la madera y la figura del tucán, que desde hacía tiempo pedíamos, comenzaba emerger. Antes de que la nueva figura alcanzara el paño de la mesa, el único turista que había en la feria, porque el día era horrible y estaba próxima la hora del cierre, se lo pidió y le pagó con un dólar, del cual no esperó vuelto. Luriel dedujo que aquella venta no era producto del caprichoso azar, como todas hasta ese día, sino que su tucán, nuestro tucán, atrajo la atención del visitante. Tuvo la sensatez de tallar otro al día siguiente y confirmó su hipótesis cuando obtuvo comprador antes de ser terminado. En un arrebato de valentía, cuando en un castellano poco ejercitado un extranjero le preguntó por el valor  de su nueva artesanía, contestó con voz aflautada pero firme:

        —Un dólar.

        Ese día pudo hacer y vender quince tucanes, además de veintitrés coatíes que ya tenía. Porque, claro, era el único puesto con gente… y la gente, se sabe, llama a la gente; y quien compra un tucán y quiere también un coatí no encuentra razones para comprarlo en el puesto de al lado; y quien pide un tucán y le dicen que no hay más se conforma, a falta de algo distinto, con un coatí ahí mismo, sin hallar necesidad de buscar uno igual en otra parte. Nosotros llegamos a debatir la posibilidad de que Luriel duplicase también el precio de los coatíes que quedaban para aprovechar la pulsión asociativa de los hombres, que al verlos al lado de los tucanes y más caros, iban a comenzar a verlos mejores. Concluimos, sin embargo, que era más prudente no correr el riesgo de ser descubiertos en tal artilugio y ganarse la apatía de la clientela, que si algo detesta, es que la engañen.

        Esa noche, en lugar de volver al pequeño ranchito donde, con sus escasos trece años, Luriel vivía solo desde que sus padres murieron por una simple gripe el último invierno, se quedó en su puesto de la feria para tallar más tucanes. Durante largas horas y con la poca iluminación que llegaba de los reflectores de la boletería, trabajó sin descanso hasta que se durmió antes de terminar el cuadragésimo quinto tucán. El lector no se sorprenderá al enterarse de que al día siguiente vendió todos las piezas que hizo durante la noche y veinte más que talló durante la jornada, más treinta y siete coatíes que le quedaban. El paño de su mesa quedó vacío y puso en el bolsillo de su ajado y mugriento pantalón de joggins  más dinero del que había contado nunca.

        Las circunstancias se repitieron durante una semana hasta que por fin siguió nuestro consejo de aumentar el precio a cinco dólares y trabajar sólo durante el día. Tomó entonces un cartón del piso, un envoltorio de comida que el viento arrancó de un tacho de basura desbordado y, con un crayón negro que siempre tuvo, le dibujó un número cinco y lo dobló sobre su mesa. Los tucanes se vendieron con igual fluidez y tuvo que buscar dónde poner todo el dinero que ganaba. Encontró una caja de alfajores vacía en la puerta del kiosko y, recién mientras guardaba en ella los billetes, los puesteros vecinos se dieron cuenta de que la abundancia de Luriel venía a explicar la escasez padecían desde hacía varios días. Sin embargo, sea para bien o para mal, el enojo no conlleva iniciativa alguna, como casi cualquier otro asunto, en esta comunidad. Luriel pudo acomodar sin temor ni remordimientos cada uno de sus dólares.

        Ahora, en este preciso instante en el que la espada de Moloch_999 blande sobre su figura, Luriel dedica un destello de tiempo para recordar aquella caja con melancolía. Recuerda que al principio conservaba el aroma a chocolate de los alfajores que alguna vez contuvo. Recuerda que su única intención era llenarla, aunque no tenía noción alguna de lo que haría con el dinero. Ese, pensaba, era un problema que resolvería más adelante. Lo que compró luego, no hubiera podido calcularlo, lo llevó a estar envuelto ahora en una pelea de cuyo resultado está pendiente el mundo.

-2-

Luriel se definió un solo propósito: llenar su caja de billetes al punto de que no pudiese caber en ella uno más. Entendemos que al lector esto le resulte poca cosa en un principio, pero debe tener en cuenta que el horizonte de Luriel jamás había estado más lejano en el tiempo que un amanecer. Así, pensar en tres o cuatro meses hacia adelante resultó toda una novedad para el pequeño, que vivía como una hormiga sin imaginar nunca, ni por asomo, cómo serían él y el mundo en una semana. Aquellos días trabajaba de manera incansable y con premura, pero sus manos, con la mucha habilidad que esgrimían, no alcanzaban a tallar la cantidad de tucanes que los clientes estaban dispuestos a comprar. Al final de cada tarde su paño quedaba vacío y su caja con billetes más abultada. La insatisfacción, sin embargo, dominaba su espíritu al verse muy lejos de llegar a cubrir la demanda y alcanzar así más  pronto su objetivo.

        Como vimos su semblante decaído, resolvimos organizar una reunión para discutir las ventajas y desventajas de llevar adelante la propuesta que uno de nosotros arrimó y que a todos nos resultó interesante. Consistía en adquirir un torno eléctrico de mano para disminuir su cansancio físico y acelerar el proceso de fabricación. Calculamos que con ese artefacto duplicaríamos la producción y, como única desventaja, encontramos que a la vista de los turistas, quizá, el souvenir iba a perder algo de su connotación artesanal. Lo más difícil, nadie lo discutió, sería convencer a Luriel de sacar de la caja, porque esto implicaría verla menos llena, la cantidad de dólares necesarios para comprar la máquina. Decidimos apelar a nuestro recurso más poderoso: construir un sueño de contenido profundo pero formas simples y permitirle recordarlo.

        Luriel soñó esa noche que su padre se acercaba a él mientras tallaba un tucán particularmente hermoso para ordenarle:

        —Tenés que comprar un torno eléctrico. —Luego de una palmadita en la espalda agregó—: si no comprás un torno eléctrico, vuelvo y te cago a trompadas.

        Dicho esto, una nube descendió del cielo y reemplazó a su padre por un ángel que empuñaba un torno.

        —Esto es un torno. Esto es lo que tu padre te ordenó comprar. Los venden acá —señaló antes de salir volando majestuosamente—, donde está la puerta colorada.

        Luego el mundo se dividía en dos frente a él: una mitad era oscura, llena de monstruos abominables con voces graves y distorsionadas que gritaban palabras obscenas; mientras que la otra era un campo hermoso al amanecer, con mujeres hermosas que danzaban, aroma a flores y música de arpas. Separaba estos dos mundos un poste de oro con dos flechas luminosas opuestas. Una era de color celeste y apuntaba hacia el lado luminoso con la inscripción «Así será tu vida si compras el torno eléctrico». En la otra, de rojo fuego, se leía en letras ardientes: «Así será tu vida si no compras el torno eléctrico».

        Cuando el pequeño Luriel despertó en la mañana, nosotros habíamos dejado en el lado luminoso la totalidad del sueño y él podía recordarlo con todo detalle. Faltaba, claro, que quiera hacerlo, primero, y que lo considerase, después. El lector, al haber leído el párrafo anterior, puede haberse formado una idea equivocada y pensar que desde nuestra oscuridad podemos manipular a Luriel y, además, de forma mas o menos sencilla. Se trata de una percepción equivocada, ya que nosotros lo más que podemos hacer es hablarle por medio de símbolos, porque es nuestro lenguaje, pero de él depende escucharlos, lo que ya sería mucho; descifrarlos, lo que ocurre en contadas ocasiones; y hacernos caso, lo que resulta un verdadero milagro. Y otra información que quisiéramos sumar al conocimiento del lector, quien quizá haya juzgado a nuestro sueño como muy poco sutil o demasiado contundente, es que antes de tallar su primer tucán, Luriel soñó con tucanes durante tres meses. Figúrese lo complejo de nuestra situación: contemplamos impotentes a través de los ojos del pequeño, que tan poco sabe, cómo se inclina hacia el error de  forma recurrente. Como cuando el espectador de una película sabe que el protagonista va a cometer una desgraciada equivocación y no tiene forma de advertírselo, así estamos nosotros la mayor parte del tiempo, ya que no tenemos la facultad de manejar a Luriel  como si de una marioneta se tratase.

        Nuestro pequeño, que por aquellos días nos sorprendía para bien con mayor frecuencia a la que estábamos acostumbrados, al despertar no ignoró el sueño, sino que se puso a analizarlo en detalle.

        —Voy a comprar un torno el eléctrico.

        Estallamos en júbilo y pensamos que una nueva época había iniciado, una donde Luriel nos escucharía.

        Salió de su ranchito con la caja de alfajores debajo del brazo, directo a la ferretería con la puerta colorada. Apenas entró al local, aquello le pareció cosa de otro mundo: su única herramienta siempre había sido su pequeño cuchillito, apenas afilado. No pudo distinguir el torno y tuvo que acercarse al mostrador para pedirlo. El vendedor, tuvimos suerte, se trataba de un hombre en extremo comprensivo:

        —Jovencito, ¿qué necesita?

        —Torno eléctrico.

        El vendedor le mostró cinco modelos diferentes y le explicó en detalle las virtudes y defectos de cada uno. De todas formas, Luriel desde un principio ya tenía elegido el amarillo y solo esperaba el momento adecuado para señalarlo. Pagó cincuenta y cinco dólares y salió feliz, con una sonrisa que no le conocíamos, rumbo a la feria. Durante el trayecto recordaba su sueño revelador, aunque, con mayor insistencia, aquel pasaje de las mujeres hermosas.

        Una vez se acomodó en su puestito notó desconsolado, cosa que previmos, que no tenía enchufe donde conectar la máquina. Lo primero que se le ocurrió fue esperar al día siguiente para ver si por la noche soñaba la solución del contratiempo. Después pensó que bien podría dormir ahí mismo un rato. Recordamos sentir algo de ternura, pero bajo una gruesa capa de preocupación, ya que los sueños vívidos  son nuestro recurso más poderoso y Luriel parecía tomarlo demasiado a la ligera. Por suerte, el pequeño descubrió un tomacorriente  en la base de una luminaria al final de la feria. A falta de disponer  de un alargue, resolvió trasladarse. Con su cuchillito, comenzó a desenroscar los tornillos que unían su puesto con el vecino, quien no le prestaba importancia y tallaba coatíes que no había ya dónde poner de tantos que tenía. Al cabo de un rato el puesto ya estaba ubicado en su nuevo sitio.  Le asombró lo distinto que se veía todo desde esa nueva perspectiva, al final del pasillo central. Contempló durante largo rato a sus vecinos, mirándolos como si fuera la primera vez que lo hacía, aunque ellos seguían sin prestarle atención, ensimismados. Luego sacó el torno eléctrico, lo enchufó y soltó un grito de alegría cuando, al apretar un botón negro que encontró en un lado del aparato, este rugió y su punta de acero comenzó a girar con una velocidad que le pareció mágica.

        Aquella sensación de encontrarse con magia se repitió, multiplicada por mucho, cuando descubrió este juego que ahora juega, que para algunos no es un juego, Luriel incluido, y que cambió, eso seguro, su manera de existir. Pero no es momento todavía de ahondar en el instante presente, porque no llegamos todavía al punto en el que nuestro lector pueda entender lo que sucede.

        El ruido del torno atrajo la atención de los feriantes durante los pocos segundos que tardaron en asimilar la presencia del novedoso objeto amarillo. Después volvió cada uno a sus asuntos sin expresar emoción alguna.  Luriel comenzó a tallar y, aunque el primer día le costó tanto adquirir destreza  que estuvo a punto de volver a su cuchillito, al cabo de un par de jornadas, nuestro pequeño estaba tan ducho con el uso del torno, que hasta se hizo del tiempo para tallar un tucán que quintuplicaba a los otros en tamaño y los decuplicaba en precio. Vendía cada cosa que hacía y cada vez hacía más y mejor. No solo siguió con tucanes de distintos tamaños, también agregó a su reperterio jaguares, águilas, monos, mariposas y hasta una obra maestra de las propias Cataratas, con cada uno de sus doscientos setenta y cinco saltos. En ella alcanzó un realismo asombroso al conseguir representar hasta la bruma tan característica de este fenómeno natural. Esta pieza, que un vil turista pagó la escasa suma de mil dólares, fue vendida hace poco menos de una semana por medio millón a un coleccionista privado de Inglaterra.

        Algunos trabajadores del complejo, irritados por el éxito de nuestro pequeño, resolvieron entrometerse. Dos días después de aquella venta, de la cual Luriel lamentó no haber recibido mil billetes de un dólar  sino solo diez de cien, el administrador del complejo, escoltado por tres empleados (una chica de limpieza, uno de los jóvenes que atiende el kiosko y una señora que trabaja en la boletería) se acercó a él en la mañana y le dijo, eufemismos más, eufemismos menos, que la mitad de lo que ganara debería repartirlo entre los demás feriantes.

        —No —contestó Luriel.

        La señora de la boletería, en un tono más prepotente, insistió con un largo soliloquio cargado de irracionalidad y odio, pero obtuvo la misma respuesta.

        —Vamos a volver —avisó el administrador.

        No nos sorprendió a nosotros, aunque sí a Luriel, que al día siguiente el enchufe donde conectaba el torno hubiera sido arrancado. Tardó un rato en asociar, y por suerte lo hizo, aquella falta con su altercado del día anterior. Impertérrito, recogió todas sus cosas y salió de la feria. En la entrada, y no por casualidad, estaban el administrador y sus tres secuaces. Luriel solo levantó la vista cuando cruzaba junto a ellos para decirles:

        —Váyanse a la  puta que los parió.

        Cargado con sus bártulos viajó hasta el centro de la ciudad y, donde encontró una vereda amplia en la avenida principal,  a la vera de un comercio de artículos electrónicos, extendió su paño en el suelo. Luego de acomodar sus artesanías y preparar algunas maderas en crudo, sacó su torno amarillo y miró hacia el interior del local en busca de auxilio. El joven Marcos, hijo del dueño, no solo le extendió un cable, sino que también le trajo una latita de Coca-cola fría, que Luriel bebió de un trago y agradeció con un eructo estrepitoso.  Apenas tres minutos después de que nuestro pequeño puso manos a la obra, un policía se acercó con exagerada sorpresa.

        —¡Epa! ¿Está habilitado el negocio? —Ante la incomprensión de Luriel, el policía insistió—: Si te compro un monito de estos, ¿me hacés un ticket?

        —Ese monito cuesta diez dólares —contestó Luriel, intuyendo que el uniformado no traía bonanzas.

        —¿Diez dólares? — Lo examinó—. Me gustaría darle uno a mi nene, pero pensé que me lo ibas a regalar…

        —¿Y por qué se le voy a regalar? —Frunció el ceño. La sonrisa del policía se borró durante medio segundo, pero volvió a dibujarse ante la aparición de Marcos.

        —Buen día, Marquitos, ¿tenés un inquilino?

        —Buen día, Andrelo. Un verdadero talento, el muchachito. ¿Vio que lindas cosas que hace? —Marcos tenía dieciséis años, pero imitaba la forma de hablar de su padre, vendedor de larga trayectoria.

        —Sí, sí…

        —¿Va a comprarle ese? —Lo apuró Marcos, señalando al monito.

        —Me dejé la billetera en el auto. —Inventó mientras lo devolvía.

        El policía se fue con las manos metidas a los lados de su chaleco y Luriel enseguida entendió que Marcos era su amigo.

…Continuará en el Capítulo 2

©Leandro Buscaglia, del texto e imágenes, 2022.

Tripulación CosmoVersus

Leandro Buscaglia
Leandro Buscaglia
Desde 1987 convirtiendo oxígeno en dióxido de carbono. En algún multiverso tengo los astros alineados, en este programo como un artista "posmo" y escribo como un informático conservador. Guionista, creador de las apps ficcionales 'Variante Innsmouth', 'Benjamín' y 'Aislakin'. Tengo cuentos en mi blog y la nouvelle 'Arcaven' en esta nave.

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