‘Arcaven’, de Leandro Buscaglia. Capítulo 4: La criatura aberrante

Arcaven, de Leandro Buscaglia. Continúa la historia de Luriel y el misterioso videojuego Arcaven, del que el muchacho no sabe distinguir la realidad de la ficción…

En capítulos anteriores: Luriel es un niño que vende figuras artesanales en las Cataratas del Iguazú. Un día, unos misteriosos seres lo observan y consiguen que gane mucho dinero con ideas que le inducen en sueños. Sin saber qué hacer con tanto dinero, su amigo Marcos le recomienda un videojuego virtual, Arcaven, y cuando Luriel lo prueba parece perder la razón, ya que no distingue la realidad del videojuego. Sin embargo, ahora Luriel se ha ido intentando derrotar a todos los enemigos de Arcaven para conseguir un ansiado sueño…

Capítulo 4: La Criatura Aberrante

Con sus zapatillas nuevas, Luriel sentía que caminaba sobre algodón . Recordó el rostro de Emma Carpenter y una sonrisa estúpida se le dibujó en el rostro. Qué lindo podía llegar a ser vivir, nunca lo hubiera imaginado.

Llegó a la ruta y se puso a hacer dedo. Pasó un auto, pero no se detuvo. Ya era mediodía y el sol picaba. Se oyó el graznido de un cuervo lejano. Otro auto lo ignoró. La flecha celeste apuntaba al sur con insistencia. El tercero frenó. Tuvo que sentarse atrás, porque viajaba una pareja.

—¿Cómo es tu nombre? —El conductor era un muchacho de barba prolija y camisa a rayas.

—Luriel.

—¿Estás siguiendo la flecha de Arcaven? —La chica tenía ojos pícaros y lunares—. Nosotros te llevamos.

Durante largas horas de viaje, la parejita le sacó a Luriel toda la información accesible que tenía en su cerebro. Las preguntas del muchacho eran sutiles, las de la chica eran atropelladas.

—¿Querés una gaseosa? Tenés cara de cansado, parece que caminaste mucho —preguntó él, y con eso pudo saber de dónde venía, dónde había pasado la noche y todos los lugares que frecuentó esa mañana.

—Si vivís en un ranchito, ¿de dónde sacaste plata para comprar Arcaven? —preguntó ella, y Luriel se lanzó a contar la historia de sus artesanías, del administrador, de su amigo Marcos, del policía Andrelo y de su caja llena de billetes.

A medida que caía la tarde, la flecha, que levitaba unos quince metros delante del auto, se iluminaba cada vez más. Luriel estaba cansado de hablar, pero la pareja seguía interesada en conocer detalles. Con voz dulce y manos entrelazadas, nuestro pequeño terminó confesando su amor por Emma Carpenter. Afirmó sin pudor alguno que iba a besarla largamente, porque iba a ganar el juego.

La noche encontró a Luriel adormecido, contestando con monosílabos a preguntas como «¿Cuál es tu color favorito?» o «¿Si fueras un animal, qué animal serías?». Entonces la flecha se infló e hizo un brusco giro de noventa grados hacia la derecha.

—¡Hay que doblar acá! —Luriel saltó en su asiento.

—Nosotros tenemos que seguir.

—¡Dijeron que iban a llevarme!

El repentino desinterés de la pareja nos desconcertó.

—Sí, bueno… pero no pensamos que fuera tan lejos. Viajamos toda la tarde… —dijo el muchacho mientras encendía las balizas y detenía el coche.

—Fue un gusto conocerte, Luriel.

Le dijeron que lo iban a llevar, que no les costaba nada, que para ellos era un honor, que para ellos era un placer. ¡«Un placer», dijeron! ¿Y ahora lo dejaban solo en medio de la ruta? ¿De noche? Todo esto pasaba por la cabeza de Luriel mientras seguía sin bajarse.

—¿Sabés lo que pasa, Luriel? —La chica prometía desenvainar una buena excusa—. Nosotros tenemos que seguir derecho.

¿Y la explicación dónde está? ¿Dónde está el por qué? ¡Si unos cuántos kilómetros atrás se jactaron de viajar «hacia donde nos lleva el viento»! Luriel se bajó con el rostro amontonado: el ceño fruncido y los labios en trompa.  Dio un portazo y soltó alguna palabrota, pero el coche arrancó tan rápido que nadie lo oyó.

La ruta para llegar al pueblo se veía extensa, empinada y oscura. Escupió al aire y pateó una piedra: la parejita lo hizo sentirse tonto y traicionado. Fue entonces cuando se manifestó la«criatura aberrante».

Enfrente nuestro está la consciencia luminosa de Luriel. Vivimos expectantes hacia allí, porque de allí proviene toda la información que recopilamos para elaborar luego nuestro consejo: vemos lo que mira, oímos lo que oye, tocamos lo que toca, escuchamos lo que piensa, nos informamos de lo que siente. Pero aquella noche escuchamos detrás de nosotros una voz putrefacta, aguda y poderosa que gritó:

—¡Vuélvete a tu rancho, pequeño!

Espantados, vimos cómo esas palabras nos sobrevolaron  y llegaron al lado luminoso con una fuerza tan inusitada que lo hizo temblar. Nos dimos la vuelta, y encontramos en la penumbra a una criatura aberrante sentada en un trono alto. Tenía pequeñas alas desplegadas y cuernos, pero su cuerpo era humano. Las comisuras de sus labios caían hacia abajo y se perdían en una papada arrugada y repugnante. Irradiaba odio y fuego con sus ojos como de rana. Con la postura  erguida y sus garras apoyadas en los brazos de su trono, adquiría un aire de majestuosidad. Muchos desatendimos por un momento a Luriel para pedirle explicaciones a la criatura aberrante  por su presencia y por su consejo, el cual, aunque no consideramos desafortunado, no se había discutido ni sometido a votación, según exige el protocolo. Nos ignoró por completo. Cada tanto deslizaba una mirada displicente sobre nosotros, como si nos tratásemos de una colonia de hormigas en un jardín, que se deja porque no molesta lo suficiente como para tomarse el trabajo de eliminarla. Le gritamos insultos y hasta intentamos arrojarle objetos contundentes, pero estos, al llegar a cierta altitud, caían como si repentinamente se les acabara el impulso.

—¡Ya vuélvete a tu rancho! —Volvió a gritar.

¡Y Luriel podía oírlo con toda claridad! ¿Puede el lector llegar a comprender lo que fue para nosotros la irrupción de este ser asqueroso en nuestro hábitat? Nosotros armamos extensos debates y votaciones para obtener un consejo prudente que luego, con todas las dificultades que el lector ya bien conoce, intentamos hacer llegar a nuestro pequeño; y de repente, de la nada, un extraño desagradable a la vista era capaz de hablar y hacerse oír con tanta claridad… ¿De dónde había salido? Jamás escuchamos o leímos nada que hablase de su existencia.

Acudimos de inmediato al consejo de ancianos, pero ellos solo respondieron con evasivas y alguna parábola genérica para disimular su ignorancia. Entre ellos están los más rápidos aunque imbéciles, pero también los más sabios aunque herméticos. Con todo, cuando vieron al bicho repugnante se asustaron tanto como nosotros, que a su juicio somos unos niños de pecho y además unos presumidos. Largo rato después, uno de ellos se acercó con una notita doblada en dos y nos dijo con aires de solemnidad:

—Esta es la conclusión a la que ha llegado el consejo de ancianos en referencia a la criatura aberrante.

Dejó la notita y se alejó apurado. Su limitada extensión nos intrigó, porque los veredictos del consejo de ancianos sobre asuntos complejos suelen ser libracos enteros, de párrafos largos, escritos en una prosa insufrible, con terminologías que muchas veces desconocemos y cuyo significado tenemos que suponer. Cuando desdoblamos el papel, solo hayamos una oración:

«Cuidado con ese».

No tenemos la costumbre de insultar, pero aquel día estábamos justificadamente estresados: «Viejos de mierda» es lo más suave que les dijimos. Lo confesamos para que el lector sepa que no somos fríos y calculadores todo el tiempo.

Este caos sucedió mientras Luriel, que ignoró la orden de la criatura aberrante, seguía camino. Sus pasos distraídos se desviaron hacia el asfalto y reaccionamos con los bocinazos de un camión. Entonces volvimos a dirigir nuestra atención al frente.

Cuando llegó a las primeras manzanas del pueblo, se puso a dar saltitos como un boxeador. La flecha lo guió por varias calles, que transitó acelerado, hasta que súbitamente desapareció en una peatonal. Luriel desenfundó su mayor espada y permaneció en guardia durante varios minutos, pero ningún contrincante se hizo presente.

—¿Dónde está el gladiador?

La voz del juego no contestó.

La aparición aberrante lanzó una carcajada gutural que lo hizo estremecer.

—¡Ja, ja, ja! ¡Te dije que volvieras a tu rancho!

Teníamos información relevante para ofrecerle: la flecha, antes de desaparecer había comenzado a girar imperceptiblemente hacia la izquierda. No sabíamos qué podía significar, pero si había que buscar por algún lado, había que hacerlo en esa dirección. Nuestro pequeño desatendió las burlas del bicho repugnante y se dispuso a caminar sin rumbo: fue nuestra oportunidad de tomar el control. Lo dirigimos hacia la izquierda mientras recolectábamos información a toda velocidad en busca de algún indicio. A pocos metros encontramos uno: en el umbral de una puerta asomaba una luz celeste, similar a la que produce la venda en la oscuridad. Luriel pudo verlo, y envainó su espada para  agacharse a espiar.

En el interior, el espacio estaba oscuro y calculamos que la fuente de luz celeste estaba a unos tres metros de distancia y a menos de un metro de altura; o la venda la usaba alguien demasiado pequeño, o el gladiador estaba recostado.

—¡Ridículo! —dijo el bicho aberrante.

—¡Ridículo sos vos, cara de rana apucherada! —Le gritamos, ya conscientes de que solo estaba para perturbar a nuestro pequeño.

—¡Hola! —dijo Luriel.

La luz celeste se movió. «Giró la cabeza hacia la puerta», pensamos. Después se apagó.

La puerta hizo un rechinido y se abrió solo lo suficiente para que una anciana encorvada y arrugada lograra examinarlo con un ojo.

—¿Qué quiere? —Tenía la voz temblorosa.

—Vengo a buscar al gladiador —Se incorporó.

—¿Gladiador? Acá no hay ningún gladiador, jovencito.

—¿Y la luz celeste? Había una luz celeste. —Estiró el cuello para ver dentro de la casa, donde la oscuridad era absoluta.

—Debió ser la televisión.

Solo tenía sentido si la pantalla estaba completamente celeste y estática.

—¿Qué estaba mirando? —Se atrevió a preguntar.

—Un documental sobre la vida acuática.

Una leve brisa emergió de la casa, producto de alguna ventana abierta en el contrafrente, y entonces descubrimos el engaño: «la anciana» olía a colonia masculina.

Hicimos una lista de datos que pudieran respaldar la teoría que había nacido en el seno de las circunstancias:

1- La anciana se nanopixela, si bien no fuera de lo normal, muy por encima del promedio.

2- La voz de la anciana proviene de algunos centímetros más arriba de su boca. Aunque la venda  altera los sentidos, y aprendemos todo el tiempo a distinguir leves anomalías de ese calibre, esta anomalía debería ser nueva.

3- Las posibilidades de una imagen celeste estática en un televisor durante tantos segundos es bastante baja, la explicación de un documental con ambiente marino no es satisfactoria.

4- La anciana huele a colonia de hombre.

Hipótesis: no se trata de una anciana, sino de un joven.

Medio para obtener la comprobación: arrancarse la venda en una fracción de segundo.

—Quiero entrar.

—Yo lo dejaría, jovencito, pero está mi marido… —Arrojamos la lista hacia el lado luminoso. Sabíamos que en su desesperación tomaría lo primero que encuentre—. Él es muy celoso. Además tiene una escopet…

Luriel se quitó la venda. Teníamos razón, se trataba de un púber con rostro de diablillo que abandonó su sonrisa al ser descubierto.

—¡Hijo de…! —gritó Luriel y dio una patada a la puerta.

Luriel es veloz a la hora de correr, pero el miedo de este púber era más poderoso que cualquier talento innato: con dos largas zancadas cruzó la sala,  y con una tercera saltó por una ventana hacia el jardín trasero. Trepó un árbol para llegar al terreno vecino y corrió a campo abierto por los fondos sin alambrar. El bosque cerrado estaba a cien metros; si llegaba hasta allí, sería muy difícil encontrarlo. Entonces, la desgracia: una porción de terreno embarrado convirtió a Luriel en un saco de carne y huesos arrojado a un torbellino de energía cinética. El púber troll, antes de penetrar en la espesura del bosque, gritó:

—¡Pelotudo!

Luriel, arrodillado, vio cómo aquel imbécil se perdía en la maleza. Se miró: estaba cubierto de barro. Nunca dejó caer la venda: brillaba en su mano bajo una densa capa de mugre. No pudo contener una lágrima. ¿Por qué aquél imbécil lo había atraído hasta él para después huir? ¿Por qué la flecha no aparecía?  Arrojó la venda a un lado. Se sintió ridículo, humillado y triste. Hundió la frente en el barro fresco.

Ahora, en este instante, Luriel recuerda aquella amarga experiencia como dolorosa aunque necesaria. Porque aquel bautismo de barro no podía significar otra cosa que un renacer, no podía ser sobrevenido por otra cosa más que por un despertar.

…Continuará en el capítulo 5

©Leandro Buscaglia, del texto e imágenes, 2022.

Tripulación CosmoVersus

Leandro Buscaglia
Leandro Buscaglia
Desde 1987 convirtiendo oxígeno en dióxido de carbono. En algún multiverso tengo los astros alineados, en este programo como un artista "posmo" y escribo como un informático conservador. Guionista, creador de las apps ficcionales 'Variante Innsmouth', 'Benjamín' y 'Aislakin'. Tengo cuentos en mi blog y la nouvelle 'Arcaven' en esta nave.

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