‘Arcaven’, de Leandro Buscaglia. Capítulo 6: La crónica dañada del tercer día

Arcaven, de Leandro Buscaglia. Una novela que nos tiene intrigados y que ya ha llegado a su ecuador. ¿Podrá Luriel vencer en el juego para lograr su deseo? ¿Qué aprenderá de todo esto? Y, ¿quiénes son los seres que controlan su destino? ¿Es Arcaven un juego peligroso o simplemente un mecanismo de realidad aumentada?

En capítulos anteriores: Luriel es un niño que vende figuras artesanales en las Cataratas del Iguazú. Un día, unos misteriosos seres lo observan y consiguen que gane mucho dinero con ideas que le inducen en sueños. Su amigo Marcos le recomienda comprar un videojuego virtual, Arcaven, y cuando Luriel lo prueba ya no distingue la realidad del videojuego. Sin embargo, ahora Luriel se ha ido intentando derrotar a todos los enemigos de Arcaven para conseguir un ansiado sueño… Hasta que se encuentra con una criatura aberrante que le hace vivir terribles y místicas situaciones y peligros. Mientras, los seres que manejan el destino y los sueños de Luriel, intentan ayudarlo. Al mismo tiempo, Luriel sigue realizando combates para ganar territorios y alcanzar la victoria. Ahora, unos hechos insólitos harán que la realidad y la fantasía se mezclen en una. ¿Qué es realidad y qué es mentira en Arcaven?

Capítulo 6: La crónica dañada del tercer día

Luriel llegó corriendo a la ruta. Antes de hacer cualquier seña, un auto ejecutivo de vidrios polarizados se detuvo frente a él. La puerta trasera se abrió: el interior desprendía olor a vainilla y el tapizado estaba impoluto.

—Estoy sucio —avisó, y se golpeó los muslos, provocando una nube de  polvo.

—No importa —dijo el chofer, sin voltear. Tenía una calva brillante y un arito de oro en la oreja.

Luriel se encogió de hombros y subió. Quedó cautivado por la belleza del habitáculo: abundaba una gamuza negra que simulaba un mármol de vetas rojas y grises. Se oía música clásica con tanta nitidez que parecía haber una orquesta ahí dentro. El aroma a vainilla era suave, y tenía también algo de frescura, de jazmín y de tilo.

En el camino, la flecha celeste apuntaba hacia el norte.

—¿Dónde va? —preguntó Luriel.

—A ninguna parte, soy chofer.

—¿A quién va a llevar? ¿Y a dónde? 

—No hablar de eso es parte de mi trabajo. —Regaló una breve sonrisa.

La flecha pidió doblar.

—Tengo que ir por ahí. —Señaló Luriel.

—Yo también. —Giró.

Tomó un camino de tierra angosto a través de la selva. Fue una gran suerte, hubiera resultado peligroso recorrerlo a pie; enseguida detectamos víboras, arácnidos y avispas de todo tipo. Quisimos ponerlo al tanto de su buena fortuna, pero Luriel, imprevistamente, dormitaba. Debió ser por el nocturno de Chopin que se oía y el hamacar suave del vehículo.

Un golpe lo despabiló.

La densidad de la selva terminó abruptamente y el auto ingresó a un puente antiguo. Un rio ancho y caudaloso corría debajo. Del otro lado ya no había selva, sino un parque con callecitas, pasto y unos cuántos eucaliptus. El chofer apagó la música. Podría parecer que lo hizo con solemnidad, por respeto, pero solo prestaba atención. Una bandada de cuervos volaba en círculos y varios perros  merodeaban.

—Qué lugar tan extraño —dijo Luriel.

El coche se internó medio kilómetro. Podía verse que más adelante volvía el follaje tupido: el parque era un círculo en el medio de la selva, y llegamos al punto central, donde se erguía un templo. El chofer se detuvo frente a él y lanzó un suspiro.

—Llegamos —dijo.

Bajaron. El chofer se apoyó contra el capó y encendió un cigarrillo. El templo era de piedra, rodeado de arcadas y con una cúpula cónica como de oro. La flecha señalaba hacia él.

—¿Sos mi chofer? —preguntó Luriel.

El pelado se encogió de hombros; ahora sí se justificaban los cincuenta mil dólares que costó Arcaven. Luriel caminó tras la flecha, que desapareció al cruzar la arcada. El ruido del auto lo hizo voltear: se alejaba en dirección al puente. Se lo quedó mirando hasta que cruzó el rio, tan confundido como nosotros.

El interior del templo era una sucesión de salas cada vez más oscuras. En la primera, rodeada de gárgolas inútiles y espantosas, la luz era tenue, pero presente. El polvo y las telas de araña lo cubrían todo, y las huellas que Luriel imprimía al avanzar eran las únicas que podían hallarse. La segunda sala era oscura y estaba como sin terminar, llena de escombros. Bajo las pisadas de Luriel, crujían insectos muertos. En el centro, una piedra en bruto de casi dos metros de diámetro descansaba sobre un pedestal. La sala siguiente estaba demasiado oscura; no quiso a acercarse. Nuestro pequeño no es cobarde, pero aquella oscuridad, damos fe, no era común. Era impenetrable. Mientras intentábamos encontrar el más mínimo atisbo de luz en su interior, se escuchó una voz que decía:

—¡Fuera!

Las palabras parecieron provenir de la oscuridad, pero era la voz de la criatura aberrante, detrás de nosotros. Como Luriel estaba extremadamente tenso, algunos receptores pudieron alterarse; eso explicó nuestra confusión.

Entonces Luriel se arrodilló y lo perdimos por completo.

Fue la desconexión más tajante y más larga que tuvimos: duró nada más ni nada menos que dos días. Durante dos días estuvo como en trance, en otra dimensión. No le importó el hambre, ni la sed, ni dormir: caminó en círculos incansablemente alrededor de la piedra en bruto. El lector debe conocer las consecuencias de no dormir ni alimentarse durante extensos períodos de tiempo. Las funciones comienzan a fallar. La mañana del tercer día, nos encontró noqueados o delirando. Por esto, los acontecimientos posteriores no fueron registrados con exactitud. Contaremos los hechos de manera subjetiva y distorsionada, tal como los percibimos nosotros, y no podremos, esta vez, arrimar las explicaciones lógicas pertinentes. Aclarado esto, procedemos a narrar lo que hemos denominado la «crónica dañada del tercer día».

En la mañana del tercer día, Luriel cruzó el arco y entró en la tercera sala. La oscuridad era absoluta: no podía ver sus propias manos. La temperatura era como la de un horno. Le pesaba moverse, como si se encontrara en las profundidades de un océano de engrudo negro. Descubrió que ya no podía ver la salida: las tinieblas la habían tragado.

Imposible determinar cuánto tiempo pasó, si es que el tiempo se animaba a entrar en aquel sitio. Pudieron ser segundos que contenían horas, u horas que fluían en instantes. Luriel seguía incomunicado con nosotros, aunque, de todas maneras, no teníamos ninguna información que pudiera serle útil. Aquí, donde habitamos, la situación era igual de desesperanzadora. Me recuerdo tirado entre un tendal de compañeros desmayados, esforzándome por no sucumbir al infinito placer que hubiera sido el rendirse.

De repente, pequeñas chispas de luz le hicieron levantar la mirada: el niño con el rostro de constelaciones flotaba encima suyo. Dio unas brazadas y ascendió hasta él. Apenas lo tomó, una grieta de luz roja se abrió en la negrura y tomó forma la criatura aberrante sentada en su trono. Volteamos, y comprobamos que ya no estaba detrás nuestro.

—Bienvenido —dijo el bicho. Su papada repugnante pendulaba al hablar.

Luriel no sintió miedo; nosotros, sí.

—¡Fuera de mi mente!—dijo nuestro pequeño. Su voz apenas podía colarse en la densidad.

—¿Irme? ¡Este es mi hogar! La que debe irse es la venda. Esa maldita venda que te está volviendo loco.

Luriel buceó con el niño en el engrudo negro, pero no había dónde ir.

—¿A dónde quieres llevarte toda esa energía? —Siguió la criatura aberrante—. ¡Esa potencialidad es mi alimento! Entrégamela y descansa. —La bestia se incorporó y caminó hacia él. Atravesaba el espacio sin dificultad.

Las constelaciones en el rostro del niño giraban alocadamente. La materia oscura en la que estaban inmersos lo arrebató de los brazos de Luriel y lo arrastró detrás de la bestia.

—Si quieres al niño —la criatura aberrante desenfundó su espada—, ven por él.

Luriel intentó acercarse, pero a medida que lo hacía, la densidad  oscura se volvía más espesa. Aún así, no se detuvo. La criatura aberrante levantó su espada y lanzó un alarido: nuestro pequeño no retrocedió. El filo comenzó a precipitarse sobre Luriel, pero él continuó esforzándose por llegar al niño. Cuando el filo estuvo a centímetros de alcanzar el cuello tierno de nuestro pequeño, el niño aconstelado se abrió como desdoblándose y sus galaxias se expandieron hacia la tiniebla espesa, deshaciéndola con luz. Escuchamos gemir a la criatura aberrante carcomida por la claridad. Su espada, desintegrada en cenizas, se dispersó en el aire fresco que ganaba el espacio. Cuando la sala fue iluminada por completo, las galaxias continuaron expandiéndose hacia las salas anteriores. El templo se sacudía con el crepitar de la estrellas colapsando y renaciendo. Pronto, quietud y un silencio de paz.

La sala parecía infinita, porque todo era luz. El aire era liviano y Luriel podía moverse con libertad. Avanzó hacia la segunda sala: ahora estaba rodeada de murales con escenas complejas y colores vivos. La piedra en bruto fue convertida en la hermosa fuente de Emma Carpenter. Luriel se detuvo y bebió el agua fresca que brotaba de sus labios. En la primera sala había flores en lugar de gárgolas y una mesa larga llena de manjares y bebidas. Se oía un vals que salía como de las paredes, ahora llena de ventanas abiertas. Luriel se sentó a la mesa y comió un poco de todo. No recordamos con precisión qué, pero estamos seguros de algunos quesos, jamones y frutas. Después acercó la silla a la entrada del templo y quedó allí largo rato mirando hacia fuera.

Muchos recordamos ver al auto negro llegar y estacionarse frente al templo. Que Luriel se incorporó y caminó hacia él. Pero ninguno recuerda cuando el auto cruzó el puente y recorrió el camino angosto de la selva. Podemos reanudar el relato con el rigor científico que corresponde ya en la ruta asfaltada, con dirección al noreste: mientras el sol centelleaba en la pelada del chofer, Luriel reestableció la comunicación y nosotros estábamos recuperados.

Enseguida quisimos saber lo que pensaba, obtener información para reconstruir los acontecimientos. Pero Luriel divagaba: «¿Por qué el sol es redondo y no cuadrado? Por ahí era cuadrado y se le fueron gastando las puntas. Tendría que hacer al sol en madera. O podría hacerlo al pelado en madera. No, para eso hago otra Emma para mí. ¿Qué será de Marcos? Podría hacer este auto en madera. ¿Para qué me voy a hacer una Emma de madera si voy a besar a la de verdad? Podría hacer un beso en madera, para regalarle. ¿Cómo tallaría un beso? Aquel pájaro cagó. ¿Este auto va más rápido que un jaguar? Pero el Jaguar se cansaría…». Y todo así. Luriel nunca nos aportó un solo dato esclarecedor sobre cómo sucedieron las cosas en realidad.

Podemos en este punto, al fin, dar por concluida la «crónica dañada del tercer día» y continuar nuestra narración.

…Continuará en el capítulo 7

©Leandro Buscaglia, del texto e imágenes, 2022.

Tripulación CosmoVersus

Leandro Buscaglia
Leandro Buscaglia
Desde 1987 convirtiendo oxígeno en dióxido de carbono. En algún multiverso tengo los astros alineados, en este programo como un artista "posmo" y escribo como un informático conservador. Guionista, creador de las apps ficcionales 'Variante Innsmouth', 'Benjamín' y 'Aislakin'. Tengo cuentos en mi blog y la nouvelle 'Arcaven' en esta nave.

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