El agua salobre

Resulta difícil de asimilar que el pueblo de tu infancia haya cambiado tanto. Envejece, como las personas. Con la diferencia de que una plaza o una calle las puedes remodelar, y vuelven a estar nuevas. No sucede lo mismo cuando me miro al espejo. Pasar de los cuarenta no es motivo de alarma, pero observo la piel que pierde la frescura que tenía hace tan solo unos meses; y los párpados, caídos, que piden cerrarse y dormir todo el tiempo. 

Eché cuenta de los años que no había visitado el pueblo. Más de la mitad de mi vida, desde que mi padre muriera, y ya nada pudiera hacer feliz a mi madre. Se olvidó. Simplemente, enterró la existencia de la casa y el pueblo con mi padre. No puedo culparla de haber perdido a mis amigos de allí a causa de su decisión, y menos ahora que ella también descansa en paz. Nada es reprochable ya.  

La casa es habitable a pesar de llevar casi treinta años cerrada. No consigo evitar el dolor y la emoción al volver. Una parte de mi vida sellada y que no esperaba reencontrar, parece una película ya olvidada, una historia ajena a mí. Nada me impedía volver antes, pero mi promesa y respeto a mi madre me condujeron a restarle importancia, como si el asunto no fuera conmigo. Me arrepiento tanto. 

La labor de adecentar la casa me va a pesar, tanto en el ánimo como en el bolsillo. Aunque esto último no es tan importante. Aquí estoy, mirando hacia el suelo, siguiendo el dibujo de las baldosas que tanto me gustaban de niño, por donde paseaban mis coches de juguete, esos que guardaba en una bolsa y que un día desaparecieron sin que a nadie le importase. La casa huele igual que la recuerdo, entre un aroma cálido a leche hirviendo y a ropa limpia en un armario. Me gusta que sea así, como antes. Las viejas casas como esta son una máquina del tiempo efectiva, porque despiertan las sensaciones e imágenes que se guardan en el arcón de la memoria. Los recuerdos nunca se olvidan, es solo que no los encuentras porque no los buscas. 

Nadie me reconoce cuando, por la mañana, salgo a las calles a comprobar cómo ha cambiado todo. En la plaza encuentro al cura, a Pepe. Aún está vivo, tendrá unos ochenta años. No le gustaba que le llamaran don José, con Pepe se apañaba. Era humilde hasta para eso. Cuando en verano el pueblo se llenaba de niños como yo, que veníamos de vacaciones, nos juntaba en corro y nos contaba cosas sobre la naturaleza y la ciencia. Mucha gente le tenía manía por eso. En misa era distinto, claro. Pero fuera de la parroquia prefería dar largos paseos junto al río, mirando siempre hacia arriba, como esperando que su dios le respondiera las dudas que le surgían, o hablando con algún muerto. Me gustaba observarle a escondidas, intentando adivinar sus pensamientos. Creo que ahora sigue igual. Lo veo sentado a la mesa en la terraza del bar, con otros vecinos de su edad que apenas se dan cuenta de que estoy allí. Pepe ha perdido una partida de cartas, no sé a qué juegan. Intento no interrumpir, pero se levanta y en ese momento, con su bastón, corre a la fuente a beber. Después se le cae el bastón y yo lo recojo. Tampoco se acordará de mí, seguro. Siempre he pasado desapercibido y no me juntaba apenas con los niños de allí. Cada verano veía a alguien diferente, alguien que al año siguiente no estaba. 

Pero Pepe me mira, recogiendo su bastón de mi mano, y me da una palmada en la espalda, feliz y riendo, porque sabe que soy uno de esos niños que le escuchaba hablar de los árboles y las lagartijas. 

―Tú eres el que odiaba echar la siesta, ¿verdad? El hijo del Santiago ―mi nombre es lo de menos, pero el canalla se acuerda. 

―Sí, Pepe, soy Abel. O lo que queda de él. 

Bajamos a la ribera del río, donde se está más fresco. Este año no hay demasiadas truchas, y el agua apenas se eleva unos centímetros sobre el cauce. He viajado durante todos estos años, pero nunca a ningún pueblo, siempre a ciudades. No he encontrado en ningún lugar una sensación como la que tengo ahora, ni será posible, porque todo nace en el campo, y cuando sales de él, no existe nada. 

Pepe no me reprocha que no sea creyente, lo calla, él es así. A medida que avanzamos en la travesía del pueblo, me invaden las imágenes de antaño. Una vez llegué en primavera, en Semana Santa. Algunos árboles habían cobijado capullos de orugas, esas que luego van en fila por la tierra, y que muchos niños, ignorantes, pisan y masacran sin piedad. Pepe les echó una buena bronca a esos niños, y después nos habló de lo que hacían. 

―Es la Procesionaria ―dijo. Y a todos nos recorrió un escalofrío por el cuerpo al escuchar por primera vez ese nombre. Pero Pepe estaba feliz, las contemplaba, rugosas, con sus pelos, sus colores, cómo avanzaban hacia algún lugar que no veíamos― No hay que tocarlas, pero tampoco matarlas. Si un perro se acerca, no permitáis que se las coma. Son muy tóxicas. Pero es necesario que estén aquí. Ellas tienen su propósito en la vida. Como vuestros padres. 

Comparar la Procesionaria con nuestros padres parecía un delito, pero eso nos hizo respetarlas, porque pensamos que iban a trabajar. Los niños que antes las habían pisado perdieron el interés, posiblemente no volvieron a hacerles daño nunca. 

―No has vuelto, ya no sabía nada de ti. ¿Tu madre no quería traerte? La casa solo la han pisado sus primas, que en paz descansen, unas pocas veces.  

―No. Ella nunca ha querido volver. Le traía demasiados recuerdos. 

―Te ha cambiado la cara. ¿Ha fallecido? 

―Sí. A principios de año. Nunca tenía achaques, ni enfermedades, nada. Un día me avisó la enfermera. Se fue a dormir y no despertó. 

Aprieto los puños, no sé qué me duele más, la prohibición de volver al pueblo o la muerte de mi madre. Quizá las dos cosas. 

―Tu madre era muy dura contigo. Nunca te perdonó que no quisieras hacer la Comunión. Lo sé porque tu padre me lo contó. 

Ella no habría sido capaz de contárselo. No, se avergonzaba de tener un hijo traidor, como me llamó una vez. Todavía me duele la bofetada. Y esos llantos que profesaba, como si hubiera sido expulsada del Paraíso.  

Oigo unos pasos apresurados detrás de nosotros. Una niña pasa a nuestro lado, corriendo, sosteniendo una ramita con hojas, a modo de cometa. Me mira y nos saluda con la mano. Ríe, se la ve feliz. Tendrá unos ocho o nueve años. Va sola, pero no parece necesitar compañía ni muñecas para jugar y divertirse. Su risa sigue el curso del río, y se marchita con el sonido del viento entre los árboles. 

―Hace frío ya. Hijo, podías haber venido en verano, porque ahora te vas a helar. La chimenea no estará preparada, tanto tiempo sin usar… 

―Me las apañaré. No se preocupe. 

Vago por el pueblo. Apenas hay gente más joven que yo, y me miran extrañados. Creerán que soy un viajero, pero mi comportamiento tan confiado les parece inusual en un visitante. Eso me hace sentir ajeno a este lugar, como un elemento fuera de contexto. No estoy invadiendo su terreno, estoy regresando al mío, a mis dominios, al sitio donde pertenezco. Nadie me va a reprochar haber desaparecido estos años. Una anciana me ve entrar en casa y sonríe, se detiene y me mira de arriba abajo. Un gesto de mala educación en la ciudad, pero no me importa, porque sé lo que significa. 

―Oye, ¿y tú de quién eres? ―me dice. 

Y le cuento la historia. Pero no se queda, tiene que irse. Ella conocía a mi padre, pero al resto de la familia no. 

Por la tarde salgo con el coche y me acerco al Estrecho del Puente, el desfiladero. Un imponente corte natural entre montañas por el que transcurre un «camino de cabras» donde, antiguamente, y según me contaba mi padre, hubo un puente que acabó derruido durante las invasiones árabes. Aún quedan restos en uno de los lados del camino. También se dice que el puente escondía tesoros, que se los llevó el río cuando lo derribaron, y que hoy siguen bajo el agua. Abajo sigue el cauce del río, serpentea entre pequeños saltos y arbustos, ahora ya verdes, como los resquicios de las rocas. El viento, siempre el viento. Se lleva mis pesadillas, la vida lejos de allí, a la que no deseo volver. Veo a las cabras que campan confiadas, sus pezuñas resuenan en las rocas. Cuando me ven corren a resguardarse entre los peñascos, allá donde no puedo alcanzarlas. De pequeño corría por allí con mis primos, siempre con ellos, y otros niños. Debíamos regresar al pueblo antes de hacerse de noche, porque era muy peligroso quedarse por allí, sin luz. Pero las estrellas siempre brillaban ―si no había nubes―. Se ve todo, la Vía Láctea, el Carro, Marte… por algo, un verano, después de ver por primera vez el cielo estrellado en todo su esplendor, se me antojó tener estrellas en mi cuarto. A mi madre la llevaban los diablos de pensar que pudiera pegar cosas en las paredes y el techo. Pero mi padre la convenció para que me dejara. Hasta le chirriaban los dientes cada vez que, por la noche, entraba y veía relucir las estrellas fluorescentes. Para ella lo ideal eran las imágenes de santos y vírgenes enmarcados que colgaban de las paredes.  

Por la noche subo a uno de los miradores, las farolas emiten una luz amarillenta y mortecina, tal como la recuerdo. En el frescor del verano me parecía que aquellas luces daban calor, pero eso estaba solo en mi mente, porque al poco tenía que volver a casa a por un jersey. Veo todo el pueblo y más allá, también el desfiladero. Aquí arriba las farolas están apagadas, y alzo la cabeza hacia las estrellas para contemplarlas. Parpadean, parecen moverse y cambiar de color. La Vía Láctea es un río que avanza lleno de canicas que relucen al sol, que da la vuelta a la Tierra, como un anillo mágico. Si soplo, se desperdigarán de un lado a otro, pero seguro que vuelven a su sitio. Escucho a los grillos y el rumor de algo que no es ni el río, ni los árboles. Será el rumor de las estrellas, de aquella cascada inacabable que vuela sobre mí. Nunca me había sentido tan solo y tan bien. Lo prefiero antes que a la gente. Calle abajo me cruzo con un niño jugando en la puerta de su casa. 

―Hola ―me dice. Se queda mirándome fijamente, sonríe.  

―¿Qué llevas en la mano? ¿Con qué juegas? 

Es una mantis religiosa, verde. Está quieta, acechante, inmóvil, parada en el tiempo. Mueve una pata, casi imperceptiblemente, y continúa en su lugar. Creo que me mira. Los dos me miran. 

―¿Qué haces aquí solo? Entra a casa, hace frío. 

―No tengo frío, estoy acostumbrado.  

―¿No tienes a nadie con quien jugar? 

―No hay muchos niños aquí. Me aburro. 

Toca a la mantis con un dedo y el insecto, como obedeciendo una orden, salta y se eleva con sus alas. Emite un sonido compacto, como un engranaje que rueda rápidamente, y se posa en una pared, junto a una farola. La luz incide sobre la mantis y proyecta una sombra desagradable. El niño se levanta y entra a su casa, despidiéndose. 

  

―¿Y qué planes tienes? ―me pregunta Pepe, que parece el único en el pueblo que me permite acercarme y conversar.  

Está jugando al mus en el bar de la plaza. Los demás ancianos ni me hacen caso. Pero Pepe sí, puede seguir el ritmo del juego y al tiempo, mi conversación. 

―Arreglar la casa y venir más a menudo. 

―¿No la vendes? Hay varios vecinos que la quieren. Pero como nunca venía nadie. Ahora se han puesto nerviosos. Se ha corrido la voz de que estás aquí. 

Ha vuelto a perder, una última jugada y, cabreado, se levanta de la mesa.  

Nos vamos a dar una vuelta. Entramos en una arboleda, es amplia y recorre algunas parcelas. 

―Mira qué higos, Abel. Espera…  

Pepe alza el brazo y coge un par de higos. 

―Son del Matías. Como nos pille, nos mata.  

―Para usted, Pepe. A mí no me gustan. Y si aparece Matías, yo salgo corriendo, que no he hecho nada. 

Pero en el fondo sabe que es una broma. Hacía mucho tiempo que no hablaba así a nadie. Me he acostumbrado a respetar casi enfermizamente a los demás. Vivo solo, y al trabajo no voy a hacer amigos. A pesar de los años que llevo en la oficina, ni una sola vez he quedado a tomar una cerveza. Soy como un fantasma a quien todos ven, pero sin despertar interés. Quizá me he convertido en un mustio reflejo de aquel niño alegre y sentimental que correteaba por las noches de las fiestas de verano, huyendo de algún perrito cabreado y tirando petardos a los gatos para asustarlos. La férrea disciplina de mi madre, que tenía tanto miedo a que me alejara del buen camino. 

Mientras caminamos, veo una lagartija en el suelo, panza arriba. Está muerta y se le ven las tripas. Hay hormigas rodeándola, llevándose todo lo que pueden de su anfitriona, que tan servicialmente les ha brindado una buena reserva de alimento. 

De pronto lo veo. Quiero quedarme una temporada en el pueblo, podría trabajar a distancia, no habría ningún problema. Lo necesito. No estaré solo. Y los primos siguen viniendo durante el año a sus casas. Será como volver a los diez años. 

Pepe empuja algo con el bastón. Es una rata. Parece enferma, porque apenas se mueve. Al final, sale corriendo.  

―La condenada, je. ―Se ríe, llevado de un sentimiento de fascinación―. Ahora la cogerá un gato. Por aquí hay muchos. 

―¿No hay niños en el pueblo? ¿O solo vienen en verano? Apenas he visto algunos jugar por las calles. 

―Solo hay dos o tres. Ahora están en la escuela, en otro pueblo. Aquí ya no hay. Ha ido todo de mal en peor. Todos somos viejos. Cada vez queda menos gente. Y menos faena para ganarse la vida. Yo no me quejo por mí, porque ya estoy servido, pero me duele por los demás. 

Unos nubarrones se engarzan tapando el sol. Esta tarde lloverá. El viento se levanta. Será mejor irme y pensar en casa. Pero no es lluvia lo que finalmente se abate sobre el pueblo, sino una riada. Los truenos sofocan las paredes temblorosas, no sé si salen de la tierra misma o caen desde el cielo. Los relámpagos me buscan, sondean el aire y me susurran. «Quédate», me dicen. Miro por la ventana. El agua cae por las cuestas de las calles en una riada arrolladora. Hasta ha entrado agua en casa, pero por suerte la puedo achicar. El granizo rebota y rebota en el tejado y rompe algún cristal. Pero no puedo evitar sentirme maravillado y feliz. 

He vuelto a la ciudad a recoger otra maleta. Me quedaré más días en el pueblo. Tengo vacaciones, así que me permito desahogar mi pena estando allí. No veo a Pepe, y espero a otro día para encontrarlo en la plaza. Pregunto y me dicen que ayer falleció. Y veo, entonces, al cortejo portando el ataúd. Está casi todo el pueblo en silencio, solo escucho a los grajos, parece que se quejan, enfadados, de que van a quedarse solos, sin nadie que hable con ellos. Me uno al cortejo y subimos hacia el cementerio. ¿Era Pepe lo único que me mantenía en el pueblo? 

Después de unas palabras del cura, lo entierran. Me dicen que el que está a su lado es el sobrino nieto, que ha venido expresamente para el entierro. Apenas llora. Le pasará lo que a mí. Hace veinte años estas cosas me dolían, pero ya no. Parece que te acostumbras a la muerte como a la peste del camión de basura que te persigue por la calle. Le doy el pésame y me mira extrañado.  

―Soy Abel, hijo del Santiago. Hacía mucho que no venía por aquí. 

―Sí, claro. El del gato. No has cambiado nada.  

―¿Me conoces? 

―Venías algunos veranos, aunque yo no paraba mucho por aquí. Espero que no me guardes rencor. 

Se llama Sergi. Me cuenta que una vez íbamos mis primos, yo, otra niña y él a jugar por el campo. Encontramos un gato muy pequeño, quizá nacido hacía días o semanas, pero tenía los ojos legañosos y cerrados, estaba muy flaco. Yo quería llevarlo a curar, y ellos se reían. La única que defendía mi causa era la otra niña. Al final, Sergi y mi primo cogieron al gato, al grito de «¡Se va a morir, mejor que no sufra!». Pero yo no lo entendía o no quería entenderlo, e intentaba que no lo mataran. Lo lanzaron a una acequia, y escuchaba sus maullidos. Aquello me hizo sufrir mucho. El gatito desapareció arrastrado por la corriente. Los odié durante días. Claro que yo no me acordaba de nada de eso. Los recuerdos afloran a medida que van pasando los días, y ahora, con el relato de Sergi, creo que lo veo todo más claro. 

Me siento reconciliado con el pueblo, con el niño que venía los veranos y era feliz, más que en su casa de la ciudad, más que en el colegio. Aquí podía correr libre, gritar, comer helados, bailar en las fiestas, comprar petardos, reír y acostarme tarde, muy tarde. 

Sergi me lleva a un lugar del cementerio. Es una lápida.  

―¿Te acuerdas de ella? No me has dicho nada en todo el rato que llevamos hablando ―pregunta Sergi. Y señala a la lápida. En la foto hay una niña pequeña, y junto a ella, el nombre de Natalia. 

Corríamos y nos alejábamos del pueblo, siguiendo el cauce del río. En esos años no había cercas, y nos metíamos a través de todos los recovecos posibles. Buscábamos moras para comer. Ya estaban maduras, y una vez que teníamos un puñado en la mano, las sumergíamos en el río para limpiarlas. Así también quedaban frescas. Llegamos a una hondonada donde el río cambiaba bruscamente de nivel, parecía un gigantesco pozo natural. Si mirabas hacia abajo podías marearte, y me daba mucho miedo asomarme. El borde estaba húmedo. Natalia se acercó demasiado a coger algunas moras que había al filo de la hondonada. Yo me mantenía a unos metros. El fondo era negro como un abismo, y una angustia me recorría el cuerpo saliendo del estómago hasta llegar a la cabeza, pareciendo que algo quería salir de ahí. No sé si era vértigo o miedo. Quién sabe si, allá abajo, el agua escondía un oscuro pasaje a kilómetros bajo tierra, una cueva perdida habitada por monstruos. Yo le grité, pero no me hizo caso. Y Natalia resbaló, cayendo a merced de sus gritos. Quedó enganchada en los arbustos y en los morales. Los pinchos le habían arañado, sangraba y lloraba, pero su voz era tan débil… Al fin me pidió ayuda, y no me atrevía a acerarme al borde. Me quedé paralizado. No tuve el valor de salir corriendo a pedir ayuda hasta que fue tarde. Escuché el chapuzón y luego nada, el silencio, la brisa y los pájaros. 

Miro a Sergi, temiendo que él pudiera ver en mi rostro lo que estaba recordando. Nadie llegó a saber lo que ocurrió, que yo estaba allí y fui testigo. Pero mi madre sí. Se lo conté, pero cometí el mayor error posible en mi vida. Natalia ya no estaba a mi lado. Sergi me tocó el hombro.  

―Sí, ya te acuerdas de ella. Siempre te seguía a todas partes. Lo pasaste muy mal cuando desapareció. La encontraron días después, pero tú ya habías vuelto a la ciudad. Y al verano siguiente no volviste más.  

―Mi padre murió. Y mi madre no pudo soportar la idea de regresar. 

Muchas veces me pregunto por qué la mente boquea los recuerdos dolorosos y deja libres los más alegres. Bajo esta capa de podredumbre emocional habita alguien que olvidó lo que no pudo entender. Mi madre me culpó de lo que había pasado, y me obligó a no decírselo a mi padre. La obsesión por protegerme la llevó a encerrarme en un cascarón de soledad, o quizá ella tenía sus propios pecados cometidos cuando era niña. Porque no recuerdo verla reír una sola vez. El apoyo que suponía mi padre duró poco, a los pocos meses él también desapareció de mi vida. Los detalles, rostros y nombres de aquellos años vuelven a mí como un torrente. Me avergüenzo de haber olvidado todo, pero ya no dependía de mí. Noto la soga de mi madre apretando fuerte mis muñecas, su mordaza, como una mano acusatoria, arrebatándome la voz. 

La casa me lo contará algún día. Los muros de mi percepción se han derribado y ya no hay dolor, podré escuchar lo que ellos me digan sin miedo a hacer algo que moleste a mi madre. 

El cauce del río ha crecido después de la riada. Me siento junto al borde, y mi reflejo es desfigurado por los bólidos que flotan en la superficie. No puedo evitar el llanto. Mis lágrimas caen al río. Hundo mis manos en el agua para secarme la cara y borrar todo rastro de incómoda infelicidad, está fría, está helada. Así me despabilo. Con el rostro goteando parezco haber estado llorando durante siglos. Quizá siglos no, pero sí años, llantos ahogados y reprimidos por una mortaja de corrección social para la que ningún niño estaría preparado. ¿Qué obsesión me ha llevado a este punto? ¿La mía, o la de mi madre? Ahora eso ya no importa. Vuelvo a echarme agua a la cara; agua salada del río, de mis lágrimas estancadas. La arrastro con la mano para que se vaya, llevada por la corriente, lejos, hacia el mar. 

Por Marcos A. Palacios

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Marcos A. Palacios
Marcos A. Palacios
Administro CosmoVersus y colaboro con la Editorial Gaspar & Rimbau, donde he publicado mi primera obra antológica 'Fantasía y terror de una mente equilibrada' y corregido y anotado los libros de los 'Viajes muy extraordinarios de Saturnino Farandoul', entre otras ocurrencias. Mis reseñas van más allá del mero apunte de si este o aquel libro me ha gustado mucho o no. Busco sorprender y animar a los lectores a leer y compartir mi experiencia personal con los libros, igual que los compañeros de CosmoVersus. Soy muy retro, y no por mi edad, pues a los 20 años ya estaba fuera de onda. Perdón por no evolucionar al ritmo de los tiempos, pero es que soy yo.

6 comentarios sobre «El agua salobre»

  1. Realmente precioso. Disfruto mucho leyendo este tipo de relatos. La recomendación que me han hecho ha sido muy acertada.
    ¡Gracias Marcos!

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