‘El nuevo viejo mundo’. Un relato de Marcos A. Palacios

Todos los cuadrantes territoriales se encontraban revisados. Desde ahí arriba, sobrevolando las selvas tropicales, los polos, océanos y desiertos, Jessel dio por terminada la misión que durante veinte años lo mantuvo en contacto directo y estrecho con toda la flora y fauna del planeta. A partir de aquel día, todos los elementos de la naturaleza conocida obtendrían, por fin, la emancipación respecto del ser humano.

Observó, acomodado en el asiento del aeroplano, cómo la suave niebla cubría el siniestro y oscuro horizonte por donde, horas más tarde, el Sol daría caza a las sombras que ascendían durante el crepúsculo del día anterior. Podría pasar horas navegando en dirección al astro rey, persiguiéndolo para empacharse de un amanecer eterno, como un satélite de carne y hueso. Despertando de sus sueños inútiles ―pues nunca sería tan longevo como un pedrusco que orbitara el planeta― dio la vuelta y ascendió con el Ícaro en dirección a la estación espacial de control.

Ícaro a Gaia, responda ―dijo a través del comunicador.

―Aquí Gaia. Jessel, no hace falta ya tanta formalidad. La misión ha terminado. Somos libres.

―Libres, Dana. Esa es la cuestión.

―No te pongas filosófico. En unos minutos prepararemos el transbordador para abandonar el sector. No te entretengas. ¡Corto!

En el puesto de mando de Gaia, Dana buscó obstinadamente algún dulce sobrante, rebuscando entre los envoltorios secos y arrugados que iba dejando amontonados en su habitáculo.

Jessel, arredrado, activó el automático del aeroplano haciendo caso omiso a los consejos de su compañera. Prefirió así darse una vuelta para contemplar los paisajes que en unos minutos iba a abandonar para siempre. Encendió la radio exterior con la intención de sintonizar los sonidos de la naturaleza. Aves, lluvia, gruñidos… todo era perceptible desde aquel paraíso terrenal, envolviendo la cabina del Ícaro con vívidos arrullos y juguetones chapoteos. Un paraíso que era suyo, por obra y gracia de la Comisión Científica para la Recuperación del Hábitat Integral de la Tierra, el proyecto en el que su familia, desde hacía varias generaciones, trabajó y llevó a cabo con resultados perfectos. Separarse ahora de su mejor amiga le provocaba una postración difícil de disimular. Era tan extraño que aún dudaba sobre su decisión final.

Detrás de la cabina reposaba, tapado con algunas mantas, un artefacto de su propia elaboración. El metal tintineaba a causa de los movimientos del aeroplano provocando un sonido parecido a pequeñas gotas de lluvia sobre un tejado. En Gaia le aguardaban, además, numerosos álbumes de fotografías y videos, todo disponible para que funcionara en enrevesados dispositivos, antiguos cachivaches que se estropeaban constantemente, pero que aprendió rápido en su juventud a reparar. En cambio no se atrevió a llevarse una sola plantita o flor. El sagrado parque planetario era, indiscutiblemente, intocable.

El Ícaro derivó el rumbo, decisivo, hacia Gaia. No obstante, en la pantalla se le veía dando tumbos, intentando mantener el equilibrio y el vuelo perfectos. Jessel derramó una lágrima por cada ojo.

―¿Se puede saber qué haces? ―exclamó Dana―. Ten cuidado o te estrellarás ―Y mordió una barrita de chocolate que encontró en el bolsillo de su uniforme. Algunos trocitos cayeron al suelo.

Pero Jessel no contestaba. El aeroplano dio la vuelta y puso rumbo en picado hacia la superficie del planeta, perdiéndose, como los pensamientos de su piloto y único tripulante, entre la húmeda espesura. Frente a la pantalla de control, el Teniente Demitri no daba crédito al comportamiento del doctor Jessel. Después, el Ícaro volvió a elevarse para desaparecer detrás de unos riscos seminevados. Demitri se dejó caer en el respaldo del asiento, aliviando su enfado.

―¡Está loco! Te digo que está loco. Desde que vine aquí lo supe. Este tío no parece que…

―¡Calla! ―gritó Dana―. Le tienes tanta manía que para tí todo lo que haga está mal.

―Ya me ha quedado claro que el que yo sea el único militar en esta misión no me deja en buen lugar ―sentenció Demitri ―. Pero me debes más respeto.

Minutos después, la voz de Jessel irrumpió en la cabina de la estación, serenando a los dos ocupantes de Gaia.

―Disculpad, ya voy, tenía que comprobar las antenas y servidores de comunicación del monte Fuji. Si algo va mal, no quiero que la Comisión cargue contra mí a nuestra vuelta. No tardaré mucho.

El teniente Demitri había inspeccionado ya el equipo de comunicación del Fuji. Era su principal labor en la misión final del proyecto de la Comisión Científica. Espetó varias veces a Jessel a que volviera de inmediato, sin obtener respuesta. Le exasperaba que el doctor Jessel diera siempre prioridad a sus propias decisiones, o quizá lo hacía para soliviantar su mal genio. El doctor, no obstante, tampoco daba grandes explicaciones de lo que hacía y era, por supuesto, mayor que él, aparte de haber sido nombrado jefe del RHIT. Todo esto podría interpretarse como una postura frente a la vida y a las órdenes de terceros como una trivialidad inferior a sus necesidades.

En menos tiempo del que esperaba Demitri, el Ícaro volvió a tomar rumbo a Gaia. Esta vez, definitivamente. Con sumo cuidado atravesó el canal de atraque de la estación para posarse, torpemente, en el embarcadero.

―¡Dana! Estoy en el embarcadero. Repito, estoy en el embarcadero. Podéis iniciar la retirada del transbordador. En cinco minutos estoy allí.

Dana, la experta botánica del equipo, dio la voz de aviso a Demitri, atareado en revisar los controles del transbordador, en el que ya se habían instalado los dos a falta del doctor, para activar la cuenta atrás del despegue desde Gaia. Terminada la barrita de chocolate, Dana se limpió las comisuras de los labios con los puños. El teniente Demitri, afectado, suspiró de fastidio ante aquel gesto sucio que desaprobaba por completo, cuando una sintonía lejana y armónica los extrajo de su momento cotidiano y vulgar, pero no adivinaron bien de dónde procedía ni qué era exactamente.

―Parece música ―aventuró Demitri.

Entonces, Dana le golpeó el hombro y el militar manipuló los mandos de la radio externa para determinar la procedencia de aquel sonido. A medida que se tornaba nítido, los compases de una pieza clásica adornaron el espacio acústico del transbordador.

―Pues no suena tan mal, ¿verdad? ―dijo Demitri, satisfecho. Cerró el puño de su mano derecha dejando el índice estirado y, a modo de director de orquesta, balanceó la mano de un lado a otro, como una batuta maestra.

Dana lo acompañó tarareando la melodía y revisó la hora. Como animados por el momento, siguieron cantando rítmicamente la melodía con márgenes de error, pues no conocían la pieza de música; y cuando no pudieron más, pues la cabina parecía ser un matadero de arte, rompieron a reír. Después, Dana encontró un trozo grande de chocolate sobre el muslo, y con el dedo y mucho cuidado de no romperlo, lo presionó suavemente. Antes de que el teniente Demitri pudiera terminar su censurista mueca, el trocito de chocolate acabó siendo digerido ágilmente por la botánica. Al cabo de unos minutos miró el reloj de nuevo.

―Demitri, ¿ha entrado el aeroplano de Jessel?

―Positivo. Según el sensor, ahí lo tienes ―conectó las cámaras del embarcadero. El Ícaro descansaba allí, solo y callado.

―Creo que Jessel estará entretenido con algo. O eso, o tiene una paciencia que le gana a los demás.

―Va a ser lo segundo. ¡Como si no lo conocieras! Voy a buscarlo.

―Preferiría que no ―Dana lo detuvo. Sabía perfectamente la bronca que podía llegar a tener lugar de enfrentarse los dos hombres. Jessel tenía el talento de sacar de sus casillas a cualquiera con su flemática actitud―. Pero visto lo visto…

―Es igual ―Demitri habló por el comunicador llamando insistente a Jessel―. ¡Aquí Gaia! Doctor Jessel, ¿dónde demonios se encuentra? Cambio.

La voz se hizo esperar. Instantes después, irrumpió, musical y transparente, a través del aparato.

―Perdón, estoy dentro del Ícaro. Dadme unos minutos. ¡Cambio!

La tolerancia de Demitri llegó a su término. No podían esperar. En diez minutos el transbordador realizaría el despegue programado, sin posibilidad de cancelarlo. Se levantó del puesto de mando, rozando con la mano el arma a la cintura. Después, Dana observó que deslizó la mano hacia la porra del otro costado del cuerpo, sujeta por un arnés al uniforme, y respiró tranquila. De camino al embarcadero, Demitri contuvo la respiración entrecortada que le causaban las palpitaciones en el pecho. Deseaba largarse de allí cuanto antes, pues jamás quiso realizar la misión, pero el deber familiar tenía prioridad sobre sus preferencias personales; y el doctor Jessel interponía sus trabas la ejecución de las normas.

―¡Doctor Jessel! ―el teniente esputaba numerosas gotas de saliva despedidas de su enorme y retorcida boca. Desde el puesto de mandos, Dana aguantaba la risa por ver a su compañero en aquella disposición.

―Estoy llegando, teniente. Procedan a preparar las compuertas ―dijo extrañamente Jessel. En su voz había cierto tono burlón. Dana recibió la comunicación y notó algo añadido en el sonido de Jessel. Había… música. No, imposible, la música sonaba dentro del transbordador, proveniente de algún lugar del planeta. ¿Cómo era posible que la escuchara desde donde Jessel se encontraba?

―¡Dana! Maldita sea, ¡Dana! ―ahora el berrinche de Demitri inspiraba miedo. Dana, con el dedo manchado de chocolate, tomó el comunicador de Demitri, nerviosa, aterrada. O más bien, asustada.

En el embarcadero, los golpes resonaban multiplicados en un eco de extrema potencia, acompañados de los gritos de Demitri, que maldecía obstinado a Jessel y su familia, profiriendo insultos generados por algoritmos de rabia. El Ícaro estaba vacío y no había encontrado a Jessel de camino, el único camino que comunicaba el embarcadero con la plataforma del transbordador.

―¿Está el doctor con usted? ―preguntó a Dana, quien no supo encajar muy bien la información recibida por su compañero. La muchacha enmudeció, lo cual supuso respuesta negativa para el teniente, según aprendió estos últimos meses a interpretar las reacciones de su compañera.

Demitri no demoró el regreso al transbordador, encontrando a una Dana pálida y ensimismada. El militar intentó detener la partida pero ya era tarde. Los controles de emergencia estaban bloqueados. Los golepó, dándose por vencido.

―Déjelo, Demitri. No lo intente. Sin mi código visual el despegue no podrá ser abortado. Deben partir. Gracias por preocuparse. Pero yo me quedo en Vergel XXI. Siento las molestias.

Las palabras del doctor Jessel inquietaron, más que sorprender, a Dana y Demitri. Aún no entendían qué estaba ocurriendo cuando los motores del transbordador anunciaban que el despegue era inminente para abandonar la estación, rumbo a casa. Las compuertas retiraron su superficie metálica dando paso a la luz de las estrellas, como en un teatro espacial. Fugazmente, y olvidándose del doctor por un instante infinitesimal, Demitri sintió el cosquilleo de la emoción al presentir el camino de regreso a la Tierra. Un año de viaje, tres años de estancia y otros doce meses para volver. Cuando pisara la Tierra, le esperaba un merecido retiro. Eso si el doctor Jessel no lo estropeaba. Los dos científicos estaban a su cargo, y un error cargaría en su expediente y reputación. Claro que no era su culpa… Aun así le remordía no haber tenido más cuidado con el doctor Jessel. Conocía la falta de estabilidad del científico, y durante la estancia en Vergel XXI fue testigo de ciertos comportamientos del doctor que enturbiaban su mansedumbre. Y en aquel día tan importante para todos, Jessel dio el golpe de gracia a sus sospechas.

Nadie de la misión había dado problemas. Pero todos los demás habían partido hacía un mes sin haber causado el más mínimo desajuste de disciplina.

Afligido, Demitri pasó la vez a Dana para que hablara con Jessel.

―Jessel. ¿Estás en Gaia? ―apenas pudo susurrar aquellas palabras.

―No. Y podéis marcharos a la Tierra. Yo me quedo ―fue la redundante respuesta. Los dos tripulantes del transbordador se miraron sin saber qué decir―. Ahora estoy en el monte Fuji. En estos momentos voy a destruir las antenas de comunicación y las transmisiones de imagen. Vergel XXI quedará aislado de la Tierra para siempre. O, al menos, hasta que exista una tecnología suficientemente potente como para regresar con el personal y el material necesarios y, así, restablecer los sistemas. El viaje es corto pero el coste y la tecnología escasos. Tanto, que ya sabéis que no hay planeadas más misiones para volver al planeta. Dudo mucho que alguien desee venir a por mí.

―Por favor. Vuelve.

Dana pronunció las palabras sin darse cuenta de que carecían de fuerza y posibilidad de ser realizadas. Con el transbordador en marcha, la ruta marcada sin poder maniobrar un rescate en Vergel XXI, podía considerar inútil cualquier intento de devolver a Jessel a la nave.

―Pero, ¿qué diablos haces? ¡Estás en un planeta deshabitado, solo hay animales, plantas, montes, ríos y océanos…! No hay humanos. ¡Jessel! ¡Vas a morir! ¡La Tierra es tu hogar!

―No, amiga. La Tierra es un conjunto de estructuras de metal, fibra y aleaciones. Está muerta. Desde que se inició el plan de rehabilitación de la biodiversidad con el RHIT y nuestros antepasados ―y nosotros― acondicionamos este planeta durante siglos, trasladamos a todas las especies posibles, conservamos y estudiamos su evolución y, por fin, este nuevo mundo ha dado vida al viejo… desde entonces la Tierra ya no es mi hogar. Probablemente nunca lo fue. Soy el último de mi familia en formar parte de este proyecto. Ha sido todo un éxito. Y veinte años aquí me han convencido de que en la Tierra ya no queda nada que me interese. Está seca, inerte. Lo único bueno que el ser humano ha realizado es conservar toda esta maravilla, que es más antigua que nosotros. Pero, decididamente, no voy a volver. Sin mares, ni tierra, ni plantas, no encuentro sentido a permanecer allí, donde todo es artificial.

»El progreso que tanto os enorgullece no es mi progreso. Este día sí ha marcado un hito en la vida del ser humano: Vergel XXI es, desde ahora, un lugar libre. ¿Escucháis la música? Es el cuarto movimiento de la Sinfonía nº 9 de Dvořák, la estoy transmitiendo desde el Fuji. Dudo mucho que sepáis de qué os hablo. Pero aquí, en este instante, cobra un nuevo significado. No pertenezco ni a vuestro mundo, ni a vuestro siglo. ¡Buen viaje, amigos!

Desde los transmisores del monte Fuji, un hombre sereno, con ojos melancólicos, llamado Jessel, tomó en sus brazos lo que parecía un arma extraña, posiblemente construida por él mismo; apuntó a las antenas y aparatos de comunicación y, tras un estruendo que no llegaron a presenciar completo debido al corte en la transmisión, Vergel XXI quedó completamente incomunicado.

Tirado sobre la hierba, Jessel sacó del bolsillo un arrugado papel con un mapa dibujado. Era el proyecto inicial de su abuela, quien, cuando era la jefa del RHIT, una vez que tuvo la certeza de que todas las especies animales y vegetales se hubieron desarrollado y adaptado al nuevo mundo, trazó lo que pretendía ser un mapa de Vergel XXI lo más parecido a la antigua Tierra, con sus continentes y mares, a pesar de que no coincidían en su geografía. Pero las zonas climáticas, muy similares, facilitaron la distribución de las especies de la Tierra lo más parecida posible en Vergel XXI. Y su abuela bautizó también, con los mismos nombres del ya descolorido Planeta Azul, al nuevo hogar que, sin duda, salvó de la extinción a tantas especies.

Sobre los bosques, a los pies del Fuji y entrado ya el anochecer, la música de Dvořák viajaba en corrientes de fresca brisa hasta los monzones tropicales; desde la fría tundra hasta los desiertos del Gobi; planeaba con las águilas hasta caer en las cascadas más accidentadas y resbalaba como humo en los laberínticos cañones del rojizo Colorado. Jessel era, probablemente, el hombre más feliz. Un hombre solo.

©Marcos A. Palacios, 2021.

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Tripulación CosmoVersus

Marcos A. Palacios
Marcos A. Palacios
Administro CosmoVersus y colaboro con la Editorial Gaspar & Rimbau, donde he publicado mi primera obra antológica 'Fantasía y terror de una mente equilibrada' y corregido y anotado los libros de los 'Viajes muy extraordinarios de Saturnino Farandoul', entre otras ocurrencias. Mis reseñas van más allá del mero apunte de si este o aquel libro me ha gustado mucho o no. Busco sorprender y animar a los lectores a leer y compartir mi experiencia personal con los libros, igual que los compañeros de CosmoVersus. Soy muy retro, y no por mi edad, pues a los 20 años ya estaba fuera de onda. Perdón por no evolucionar al ritmo de los tiempos, pero es que soy yo.

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