‘El pecado del rey’, un relato de Marcos A. Palacios

Después de encontrar los primeros cadáveres de aldeanos, al rey Sempronio se le ocurrió partir hacia los campos del sur del reino. Hasta entonces solo había escuchado rumores acerca de una bestia que nadie veía, dedicada a devorar cabezas de ganado. Por las noches, en época invernal, era raro ver a aldeanos fuera de sus tierras debido a las nevadas y la imposibilidad de trabajos vespertinos, pues en aquellos territorios anochecía muy pronto; y despertaban con los establos y cercados completamente destruidos, sin saber realmente qué había sucedido, qué animal era capaz de toda aquella degollina. El rey ni se preocupaba, tal era su talante. Únicamente, los señores dieron voz de alarma respecto a los diezmos y tributos, que ya empezaban a escasear, pero el rey Sempronio mantenía su postura descuidada. Aún había formas de recaudar, siempre que los feudatarios, cada vez más ahogados, cumplieran con su deber.

Con las noticias de la muerte de algunos de sus vasallos, hasta de familias enteras, el asunto tomó otro matiz. Acostumbrados a su comportamiento inmutable, los consejeros del rey no dieron crédito cuando éste decidió acudir en persona a Aguabosque, la región más afectada, pues ni todos los señores en los feudos del reino ni los ejércitos habían podido encontrar a la bestia ni evitar masacres entre la población. Esta actitud pareció dotar, contaban, de un punto de humanidad y sentimiento a un rey por lo demás entregado a la impavidez y la altanería, poco acostumbrado a asuntos bizarros. Junto a los señores y el rey llegó también el arzobispo en su afán por descartar cualquier relación demoníaca con los sangrientos sucesos. Los párrocos locales, siempre inmersos en una vida tranquila y contemplativa, no hacían más que lanzar exhortos pidiendo un exorcista. Esto culminó en el pánico de las gentes de los pueblos aledaños.

Entre la comitiva corrían diversas hipótesis sobre el origen de la bestia; concretamente, una apostaba por lobos que, huyendo de las guerras de reinos vecinos,  encontraban una surtida despensa en las tierras del rey Sempronio. Los más ignorantes se inclinaban a asuntos demoníacos y sobrenaturales; incluso los temerosos de Dios albergaban ciertas sospechas de que se trataba de una nueva plaga que anunciaba el Apocalipsis. Todos mantenían el silencio, expectantes de la resolución de su rey. Llegados a Aguabosque, el rey Sempronio pidió agua a su Oráculo. Por extraño que pareciera, en esta ocasión no lo acompañaba su lacayo de siempre. El viejo Oráculo, así le mentaban todos, era su hombre de confianza por encima de consejeros y ministros. Ejercía sobre el rey un efecto sedante y de autoconfianza, y a él recurría el soberano en materias sumamente delicadas, como la de la bestia. Por descontado, Oráculo no contaba con el favor del clero, que lo veía como un brujo camuflado de bufón.

―Mi señor, beba despacio ―dijo el Oráculo al contemplar lo ganoso que bebía su rey.

Un instante después, el semblante del rey Sempronio había cambiado por completo. La curvatura de sus labios, antes retraída y tensa, se relajó en un rictus de encomiable bizarrez que dejó harto turbados a sus soldados y reales cargos. En un instante parecía otro, y su mirada, antes alicaída y vaga, mostraba ahora una fiereza comparable a la del guerrero más temible. Entonces, se bajó del caballo. Sonaron los añafiles. De unas casas cercanas salieron algunos campesinos que, viendo la comitiva real, corrieron desesperados suplicando piedad y ayuda. Los soldados cortaron el paso a los desarrapados que, entre lágrimas y gemidos lastimeros, imploraban de rodillas el favor de su rey.

―¡Majestad ―dijo uno―, le rogamos por la gracia de Dios! ¡Mis hijas han desaparecido! ¡Por favor, ayúdelas! ¡Se lo ruego! ¡Son solo niñas! Yo me ofrezco como sacrificio, si así es su voluntad, haga lo que quiera conmigo, ¡pero sálvelas!

Hoscamente, el piadoso Arzobispo corrió hacia el campesino y le asestó una patada, arrojándolo al césped.

―¡Mira al suelo cuando hables con tu rey, perro!

Un sacerdote que se hallaba junto a los campesinos, vestido con hábito andrajoso y humilde, lo socorrió.

―Está bien ―intervino el rey―. No es necesario, arzobispo. Yo me encargo.

Atónitos, los allí presentes no se atrevieron a articular palabra alguna. El mutismo colectivo se hizo más patente al arruyo de las tórtolas posadas en los árboles. Estaba claro que el rey Sempronio había cambiado, por alguna razón, su postura ante el peligro, la vida o Dios. Nadie osó añadir nada. Acercándose a Oráculo, le susurró algo al oído. El arzobispo rumió entre dientes. Oráculo respondió, firme, en el mismo tono de reserva.

―Me reitero, majestad, en los vaticinios que su grandeza conoce. 

»Que a todo rey le llega su hora de gloria, de luz y gracia. Ha sido tocado con el Don Celestial, y a pesar de los obstáculos para su oculta gallardía, los astros han hablado. Hoy cumple el día en que su majestad viene a ensombrecer las gestas de antiguos reyes y héroes; cuando la mano de Rodrigo Díaz de Vivar no será ya la leyenda que fue; que nadie más leerá con los mismos ojos las cruzadas de Ulises. Hoy, su Grande, Soberana y Altísimima Majestad Sempronio II, rey y señor de Monteídolo, alcanza la máxima Gracia de Dios nuestro Señor, para el pueblo y el reino.”

―Agradezco tus palabras, anciano. Ahora, dame otra vez de beber. Quiero estar lo más preparado posible ―contestó el rey, sin un atisbo de indecisión en su tono.

Después, entregó al arzobispo un rollo de pergamino. “Debes abrirlo solo si no regreso después del amanecer. Tal es mi deseo. ¡Ay si no cumples la orden! Mis hombres te ejecutarán”, fueron sus palabras, que todos escucharon.

El rey Sempronio dio un paso adelante, atravesó la comitiva, que se apartaba a su paso. El campesino lastimero se postró como un gato enroscado en sí mismo ante la figura de su señor hasta que éste se hubo alejado lo suficiente. El comportamiento de Sempronio dejó incrédulos a sus acompañantes. Nadie, absolutamente, sabía lo que se había propuesto. El arzobispo oteó la expresión de Oráculo para advertir posibles respuestas. Era un hombre de increíble perspicacia y sabiduría. Pero la faz de su enemigo se mantuvo en el más prolijo hermetismo.

Así fue cómo el rey Sempronio empuñó la espada cuando se hallaba en el límite del bosque, oscuro y temido por las gentes de la región, para enfrentar solo, sin escolta y sin caballo, al peligro más incierto que acechaba, como una mancha de sangre que se extendía sobre el mar y el cielo, al Reino de Monteídolo. Lo último que vio la comitiva del rey fue el resplandor del sol en el filo de su espada, parpadeante como una estrella en una noche sin Luna. Nadie sabía por qué el rey tomó aquella decisión: ni el arzobispo, ni su propia familia, ni la caterva de funcionarios y señores de su entorno político. Nadie excepto el Oráculo.

Durante horas, el rey Sempronio caminó por los escarpados pasajes de la floresta de Aguabosque. Halló caminos, lagos y ríos, claros y cabañas que servían a los cazadores de cobijo; contempló ciervos, cárabos y roedores. Pero no había señal de bestia alguna. Podría ser que todo se revelara como la simple superstición de los campesinos o que una manada de lobos intemperada hallase frugal mantenimiento en la carne humana. Toda explicación divina o diabólica alejada de la razón estaba descartada. No solo era un rey achaflanado, sino que poseía sabiduría cultivada desde temprana edad, y a ello se acogía su temperamento cuando de descifrar misterios se trataba. Dejaba a su Iglesia y a los vasallos las creencias y supercherías propias de una fe que despreciaba en secreto. 

Tembló de frío, pero no fue impedimento para continuar en la noche que amedrentaría a cualquier valeroso caballero. Aguabosque se hallaba en el límite del reino, codeando con las montañas terribles y de nieve perpetua que coronaban el sur como agujas de piedra anunciando el fin del mundo. En medio de aquel escenario de desconocimiento, parecía haber traspasado un umbral a otra tierra, entre lo humano y lo extraordinario. Cercano a una cueva cuya entrada semejaba las fauces de un felino hambriento, oyó un estrepitoso gorjeo agónico. Sonido que no pertenecía, seguramente, a animal conocido alguno.Y, espada por delante, entró siguiendo el rastro de un olor a sangre y vísceras que haría desvanecer a cualquier ser humano.

Junto a una fogata que sucumbía, el rey Sempronio encontró una figura imposible, la visión de un esperpento cuya sola impresión le cerró la respiración. Ni el viejo Oráculo, ni el arzobispo serían capaces de mantener la cordura ante tamaño insulto a la naturaleza. Hizo acopio de fuerzas y, dado que la bestia se hallaba tras la fogata, en plena penumbra, no conseguía atisbar sus contornos, que oscilaban al ritmo de las pequeñas llamas. La criatura volvió a esputar lo que parecía, a la poca luz, trozos de cuerpos humanos descompuestos, masticados… Después, tras los gruñidos, el animal emitió lo que parecía un afligido sollozo de desesperación.

El rey perdió fuerzas y sintió que el tiempo marchaba más rápido de lo que deseaba. Apuntó con su espada a la figura, y gritó, decidido:

―¡Sal de tu escondrijo, bestia luciferina! Y enfréntate al que ha decidido tu destino, al hombre que temerás antes de tu último suspiro. ¡Yo, el rey Sempronio II, te enviará allá donde rendirás cuentas al Altísimo por tu irrefutable crueldad, momento en que Él te envíe al Fuego Eterno!

Y desde la sombra bailarina de la última llama, los ojos de la bestia se clavaron en los del rey Sempronio. Eran unos ojos tristes, sufrientes, que antecedieron a las palabras, en perfecto idioma humano, de la alimaña.

―¿De qué bestia hablas? Ah, claro, tú eres quien me ha estado enviando soldados para acabar conmigo… Que sepas que es imposible matarme. ¡Qué más quisiera yo que acabar esta agonía! ¡Esta vida que no es vida!

»¡Poder sentir la sensación de no sentir nada! Nublar mi conocimiento con el sutil y deseado rostro de la parca. ¡Que al llegar mi muerte, la vida parezca el sueño de una siesta efímera, de aquellos días en los que yo, joven y hermoso Calixto, triunfaba en las más difíciles competiciones, cuando las damas y efebos recreábanse en mi nombre y colgaban guirnaldas de mi esbelto cuello! ¡Ah, dioses, aquello que juro era la vida del más feliz y hercúleo muchacho jamás retornará, salvo como ceniza a la tierra!

»Te pido, pues, rey Sempronio, que si no has venido a acabar conmigo y la maldición que sobre mí recae, abandones este lugar antes de que te devore, pues mi sino no es más que lo que ves, vivir y devorar a mis semejantes bajo un irremediable instinto de hambre descomunal, sin que pueda evitarlo. ¡Y después, la náusea por mi repugnante acción, incontrolable deseo de carne, contraria a mi aquiescencia! Aquí, puedes ver cómo mis vómitos cubren la tierra, y el hambre vuelve, siempre, aunque no quiera. 

»Solo la bruja que maldijo mi cuerpo y mi sentimiento podría terminar con la maldición, pero hasta ahora, después de tantos años, nadie que posea ni las más habilidosas dotes de guerra, ha conseguido lo que necesito. Mi deseo de morir es tan intenso que ni yo mismo he logrado quitarme la vida. Tal es el infortunio y la paradoja con que me condenó la bruja. ¿Cómo harás, insignificante, para llevar a cabo tal hazaña, para matar al Minotauro en que el desgraciado Calixto se ha convertido por toda la eternidad?

―Por la fe de mi pueblo y la visión que el Oráculo de mi reino ha tenido sobre ti, yo, Sempronio II, te aseguro que morirás, Calixto; te verás libre de tan desgraciado acontecimiento. Y yo, obtendré la gloria más alta que jamás un rey haya recibido.

»Que en toda la Historia, real e imaginada, ningún Quijote podrá igualarse a esta hazaña, ningún Alejandro alcanzará tal cercanía a los dioses, cristiano o paganos. Que mis tiempos de sensiblería y bajeza moral han terminado en el último estertor de mi vida. Así pues, Calixto, devórame, pero deberás mantenerme en tu buche, hasta que la luz divina de la barca solar te cubra y te alces, como un destello, al inframundo eterno. 

Y ocurrió que la última cosa que el rey Sempronio contempló fue la quijada de una enorme cabeza de toro mantenida por un cuerpo menudo y lampiño que, en su desnudez lucía tantos cortes y moratones como los largos años en aquel estado. Acabó entonces, hecho pedazos en el estómago del Minotauro, el cual, masticando el cuerpo de su benefactor, lloraba, como siempre, por la pena que turbaba su indeseado festín. Finalmente, el que antaño fue un humano llamado Calixto, sufrió los estertores y padecimientos de una muerte que, lejos de agónica, sobrevino instantánea. 

Al día siguiente, el Oráculo anunció que el rey Sempronio no volvería. El arzobispo, a regañadientes, tuvo a buen ver abrir el pergamino que el rey le entregó antes de su marcha, y hubo de leerlo públicamente en presencia de la familia real, los cortesanos, altos cargos y señores feudales. 

“Yo, Sempronio II, rey de Monteídolo, hastiado ya de una vida dedicada a la vagancia y a ociosas costumbres que para nada contribuyen al bienestar de mi reino, he recibido de mi fiel Oráculo una bendición: que una criatura de absoluta maldad desolará mis tierras de gente y ganado, tiñéndose éstas con la sangre de mis súbditos. Según la conjunción de los astros y la clarividencia del anciano, solo yo podré salvar mi reino de tal apocalipsis con mi propio sacrificio. El único gesto posible es la oblación a Dios nuestro Señor, de forma voluntaria, de mi cuerpo. Cuando lean estas palabras, ya habré acabado, seguramente, con la bestia que nos atormenta. Mi cuerpo ha sido regado con veneno antes de tomar el camino al bosque, donde encontraré a la bestia, siempre guiado por el Oráculo, y seré devorado por ella. Solo así daré muerte a este ser pernicioso que ha traído crisis y sufrimiento al Reino de Monteídolo. Que mi nombre sea motivo de fiesta; que el día de mi sacrificio no se enturbie con oscuros velos ni asaeten el cielo en mi honor. Vivid, todos, como si fuera el principio de vuestras vidas. Yo me habré liberado, al fin, de uno de los pecados capitales más temido por los hombres de fe: la pereza.”

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®Marcos A. Palacios. El pecado del rey.

Tripulación CosmoVersus

Marcos A. Palacios
Marcos A. Palacios
Administro CosmoVersus y colaboro con la Editorial Gaspar & Rimbau, donde he publicado mi primera obra antológica 'Fantasía y terror de una mente equilibrada' y corregido y anotado los libros de los 'Viajes muy extraordinarios de Saturnino Farandoul', entre otras ocurrencias. Mis reseñas van más allá del mero apunte de si este o aquel libro me ha gustado mucho o no. Busco sorprender y animar a los lectores a leer y compartir mi experiencia personal con los libros, igual que los compañeros de CosmoVersus. Soy muy retro, y no por mi edad, pues a los 20 años ya estaba fuera de onda. Perdón por no evolucionar al ritmo de los tiempos, pero es que soy yo.

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