‘El tiempo es la atmósfera’ Parte I. Por Andrés Massa y Marcos A. Palacios

El tiempo es la atmósfera es un relato fan creado y coescrito por Andrés Massa y Marcos A. Palacios a raíz del proyecto Tiempo de Relatos en claro homenaje a la serie de televisión El Ministerio del Tiempo y a la novela El Anacronópete, de Enrique Gaspar y Rimbau. En las cuatro partes de que se compone asistiréis a una aventura sin igual.

Un relato fan basado en El Ministerio del Tiempo

La siguiente historia se basa en el argumento alternativo a la serie de TV El Ministerio del Tiempo, y nacido gracias al proyecto Tiempo de Relatos, una idea fan para homenajear la serie.

Roa, el arquitecto creador de las puertas del tiempo y la escalera helicoidal, decide, por su cuenta, viajar por la Historia de España para hacerse con el poder que le ha sido arrebatado, en contra de sus colegas Haram y Leví.

Esta historia se escribió en junio de 2018 y se sitúa, según el hilo oficial de la serie, en la primera mitad de la tercera temporada. El relato El judío errante, también perteneciente al proyecto Tiempo de Relatos y escrito por Marcos A. Palacios se sitúa antes de esta aventura.

01 PORTADA VERSION B @DavidSoria El tiempo es la Atmosfera.

El tiempo es la atmósfera.

Primera parte. Un rodeo por el tiempo

Madrid. Biblioteca Nacional. Enero, 2017.

Una figura siniestra y oculta bajo la oscuridad esperaba en la sala de consultas de la Biblioteca Nacional. La bibliotecaria, emocionada por localizar su encargo, le acercó lo que había pedido. La figura, enjuta y temblorosa, se sentó cuidadosamente a la mesa.

—Aquí tiene, caballero. Las cartas se encuentran en un estado de conservación un poco delicado. Le ruego tenga cuidado.

La figura hizo ademán de forzar la vista. Una mano amable encendió la lamparilla que tenía a su lado.

—Así verá mejor —dijo la bibliotecaria, retirándose.

Las huesudas manos removieron las cuartillas. Después de unos minutos, llamó su atención una carta fechada en 1880, con remite de Francia y firmada por el famoso astrónomo Camille Flammarion:

“Estimado amigo: ese misterioso encuentro que relatas con el anciano chino y tu sueño acerca de una casa de metal que vuela y puede viajar por el tiempo resultan ser una idea increíble. Permíteme que lo comente con mis allegados, de seguro que me darán su opinión y yo te la haré llegar. Respecto al modo en como acontecieron los hechos, estimo que te encuentres bien y no sufrieras percance alguno a causa de las fiebres. Perderse en aquellos parajes desconocidos al poco de llegar a China es un tanto incómodo y peligroso. Pero tuviste suerte que aquel hombre, esa especie de ermitaño, te salvara. Quizá tu mente confusa mezcló esas vivencias con algo que le rondaba en la imaginación, tan despojada de límites como muchos sabemos, y se organizó todo ese periplo temporal que (…)”.

La misteriosa figura se mantuvo unos minutos más hojeando el material. Finalmente, sus torpes dedos buscaron la forma de apagar la lamparilla, sin lograrlo. Se guardó la carta de 1880 y desapareció de la Biblioteca.

Madrid. Ministerio del Tiempo.

Salvador miraba la puerta del despacho, sentado a su escritorio. Movía los dedos al ritmo del tic-tac del reloj. Angustias pasó sin llamar y Salvador se mantuvo en la misma posición.

—¿Me llamaba jefe? —dijo la secretaria.

—Angustias. El tiempo es una locura. ¿Nunca va a estar quieto?

—Qué filosófico se ha levantado hoy. ¿Le traigo un café?

—No, no… es que hoy todo parece ir demasiado rápido. Sólo quería un poco de tranquilidad.

—Pero me temo que su llamada no es para que charlemos del tiempo que hace hoy…

—Así es… —contestó Salvador, pensativo.

Pronto se sumaron Amelia y Alonso. Salvador salió de su ensimismamiento. El eco del tic-tac incomodó a los agentes. Amelia carraspeó y Alonso miró incógnitamente a sus compañeras.

—Hemos recibido una alertad del Madrid de 1896, señores —comenzó Salvador, enérgico—. Y les necesito. A los tres.

—¿Yo también? —preguntó incrédula Angustias. Alonso soltó una risita disimulada que Angustias no recibió de buen agrado—. Pero, ¿qué puedo hacer yo?

—Mujer, en el asunto de Napoleón fue usted una pieza clave —contestó Amelia.

—Por esa razón, Angustias. Ahora no irán a ver a ningún emperador. Se trata de un escritor. ¿Conocen a Enrique Gaspar y Rimbau?

—Deléitenos con su deliciosa sabiduría, mi señora —comentó Alonso dirigiéndose a Amelia, y le dedicó una reverencia.

—Don Enrique —dijo Amelia, riendo— es un escritor madrileño de zarzuela y novela, además de articulista. Se caracteriza por ser liberal, antitaurino y de inclinaciones feministas. Ahí hasta donde yo sé.

Miró a sus compañeros, satisfecha.

—Pues hay más, señorita Folch. En estos años que está usted en el Ministerio, habrá escrito una zarzuela muy singular, sin llegar a publicarla, mientras reside en China como cónsul español.

—La desconozco.

—No será hasta 1887 que la publique como novela. Jamás estrenaron la zarzuela debido al alto coste técnico que suponía —prosiguió Salvador—.  Hoy en día apenas es conocido, pero sería su obra más destacada. Les hablo de ‘El Anacronópete’, la primera novela de la literatura universal donde aparece una máquina del tiempo. La escribió 10 años antes que H. G. Wells.

—¿Cómo? —interrumpió Alonso—. ¿Otra forma de viajar en el tiempo?

—Tranquilícese, señor Entrerríos. Esta es meramente imaginaria —explicó Salvador.

—Así es, Alonso. Es pura imaginación —dijo Amelia—. Con las puertas del Ministerio y Darrow ya tenemos suficiente—. En esas, Alonso se secó el sudor de la frente—. ¿Y cuál es la misión?

Salvador se acomodó en el sofá. El tic-tac del péndulo volvió a resonar.

—Nos han avisado que don Enrique Gaspar va a embarcar mañana rumbo a China desde Madrid. Debería permanecer en Francia, que es donde pasa los últimos años de su vida, en este momento. Este viaje no consta en la Historia, pues lo ha anunciado a bombo y platillo. Al parecer su intención es pasar el resto de su vida en China. Tememos que pueda haber algún interés malintencionado, pues Gaspar murió en Francia. Es lo único que nos ha informado el agente de 1896. Además, realizará el viaje solo, sin compañía alguna. Don Enrique fue cónsul de China, podría tener algún matiz político, pero nunca se sabe. Tienen que averiguar la razón de su viaje.

—Bueno… ¿y qué pinto yo en todo esto? ¿Enamorar al escritor? —preguntó impaciente Angustias—. Porque voy a pensar que están explotándome…

—No, Angustias. Su función será hacerse amiga de don Enrique para sacar información. Sabemos que tiene usted un aire maternal muy… muy… —Salvador se trabó y no supo continuar la frase—. En fin, que se pongan en marcha, que el tiempo apremia.

Los dos agentes y Angustias salieron del despacho de Salvador entre las risas de Amelia y Alonso.

—¿Usted también lo cree, Amelia? —susurró el soldado a sus oídos. Salvador, que apenas escuchó el comentario, se llevó la mano a la cara.

Atocha, Madrid. 9 de febero, 1896.

La patrulla apareció, en segundos, desde la puerta del Ministerio en la estación de Atocha, justo cuando quedaban unos pocos minutos para que partiera el convoy Madrid-Almansa-Alicante. Tenían, pues, la misión de evitar como poco que don Enrique partiera a China desde el puerto de Alicante y que, fuera lo que fuese lo que le hacía viajar hasta allí, evitara que pudiera cambiar la historia del país. Entre el gentío de la estación buscaron a Don Enrique con severa disciplina. Angustias, nerviosa, escuchaba las malas noticias de Amelia.

—Aquí pasa algo raro. Más de lo que podríamos pensar —dijo, y Alonso y Angustias se le acercaron, eso sí, sin quitar ojo a los pasajeros —. He estado buscando en internet —Amelia sostenía el móvil— y este viaje, en efecto, no existe en la historia. Alguien lo ha organizado a propósito.

—Entonces no es casual. ¿Creen que el escritor está metido en algo sucio? —propugnó Alonso.

—Entre mi tiempo y 1896 pueden haber sucedido muchas cosas. Lo único destacable en su vida es la muerte de su esposa, hace unos meses —explicó Amelia.

—Lo que está claro es que la expedición organizada a China tiene un objetivo que hay que descubrir… ¿Angustias? ¿Dónde está?

Giraron las miradas y no encontraban a Angustias. El trasiego en Atocha aumentaba a medida que se acercaba la hora de partida del tren. Alonso hizo una seña a Amelia cuando localizó a la secretaria, a unos metros, hablando con un caballero de barba peculiar, sombrero de copa y sencilla levita, sobre la que portaba un gabán algo envejecido pero decente. Había mucha proximidad física y sonreían.

—Ahí los tenemos —dijo Alonso.

—Encantado de conocerles, señores —saludó don Enrique mientras los miembros del Ministerio se sentaban con él en los asientos del vagón —. Tengo entendido que acompañan a su tía Angustias a la costa alicantina para vender la casa familiar. ¿Qué injusticia ha derivado en esa decisión, mi señora? —dijo, dirigiéndose a Angustias.

—Hace años que soy viuda, don Enrique. Y apenas voy a Alicante. Mi marido era comerciante. Tras su fallecimiento cesó la actividad de su empresa, y yo me trasladé a Alcalá de Henares con mi sobrino Alonso, que en unos meses se casará con esta encantadora señorita.

—Me hago cargo, Angustias —sonrió don Enrique—, y me enorgullece que una mujer de su categoría sepa llevar una vida independiente y tome las decisiones oportunas. Pocas damas como usted, hoy día, son capaces de sobrellevar una vida en la que varón alguno dirija cada movimiento.

—En ese caso la tía Angustias le sorprendería, don Enrique —salió Amelia, sonriente. La secretaria la miró con ojos alarmados—. Es una mujer de armas tomar —y don Enrique frunció el ceño ante la expresión de Amelia.

—Yo también soy viudo —dijo, apagándose su mirada—. Tengo a mis hijos, pero ya son mayores. De modo que he decidido cambiar de vida y tomar las riendas de una aventura fascinante.

La patrulla se tensó. Ahí tenían pistas. Pisaban terreno desconocido, y se abrían senderos hacia el final de la espesura de la incertidumbre. Angustias les hizo unas señas. Quería estar sola. Ahora se lanzaría a una oportunidad, ya que don Enrique se encontraba dispuesto a hablar.

—Si nos disculpa, don Enrique, vamos a tomar el aire —anunció Amelia. Se levantó, y caminó junto Alonso, del brazo. Don Enrique les dio permiso para ausentarse.

Nada más quedarse a solas, el escritor se acercó más a Angustias.

—Tengo que contarle un secreto, Angustias. En realidad no voy a ninguna expedición.

—Vaya… —se sintió incómoda, y trató de disimular su nerviosismo. Don Gaspar, fácilmente, le estaba abriendo su alma y la clave de la misión—. Me honra su sinceridad.

—Tengo que decirle que me infunda usted mucha confianza, me recuerda a mi esposa. No, no se sienta ofendida. Es un placer haberla conocido, y siento la necesidad de abrir mi corazón, si usted me lo permite. Hace meses que arrastro una tristeza que me carcome. Mi esposa, Enriqueta, era toda mi vida, mi inspiración, todo. Aún recuerdo cómo se reía la gente cuando nos casamos: “Ahí van Enrique y Enriqueta”, decían —bajó el tono de voz y pausó el discurso. Angustias le tomó la mano—. Pero voy a volver a verla. Sé que es una locura. Pero podré abrazarla de nuevo, evitar su muerte, y vivir juntos hasta la más lejana vejez.

Aparecía en sus ojillos un hálito de vida y esperanza, símbolos de una plausible locura resultado de su estado anímico y emocional. Angustias, sin embargo, se apiadó de él y soltó una lágrima. Incapaz de seguir adelante, se armó de valor y recordó la misión. Por un instante quiso escapar de allí con don Enrique y salvar su cordura.

—Me va a disculpar. Voy al tocador —se levantó, con dificultad.

—Siento haberla afectado. La estaré esperando.

A toda prisa, buscó por los pasillos a sus compañeros. Nada. Optó por el móvil. “¿Dónde estáis? Tengo una pista”.

Cuando Angustias localizó a Amelia y Alonso, se encontraban acompañados de un buñolero. Alonso, devoraba con furia los postres ofrecidos.

—Buenísimos estos buñuelos, caballero. Hace siglos que no pruebo nada tan bueno y tan del pueblo español —aclamó Alonso.

—Estamos en el tren botijo, Angustias —comentó Amelia—. A partir de este vagón entras en la tercera clase. Es muy variopinto todo. Para que te hagas una idea, es como viajar en una verbena.

El buñolero, ocioso y alegre, comenzó a cantar ante algunos pasajeros desaliñados que fueron a buscar sus dulces.

“Quien no viajó en tren botijo

ni tuvo juerga en su calle

ni lo quiso una morena…

Ha venido al mundo en balde”

—¡Olé! —gritaron Alonso y el buñolero en una algarabía que comenzaba a escucharse al fondo, desde el otro vagón.

Amelia y Angustias se apartaron para poder hablar del principal asunto que les ocupaba.

—Creo que este señor se ha vuelto loco. Quiere recuperar a su mujer fallecida, volver a verla. ¿Crees que tiene algo que ver con viajes en el tiempo? No se me ocurre otra explicación.

—No augura nada bueno. Pero no entiendo qué podría hacer este hombre. Solo es un escritor. Con mucha imaginación, sí, pero al fin y al cabo, un escritor. Bueno, dime qué más te ha contado…

—Nada más. Me he puesto muy nerviosa. Mira, yo no sirvo para estas cosas. Este hombre, sufriendo, y contándome todas esas cosas imposibles. No puedo seguir adelante.

Esas palabras chocaron contra el corazón de Amelia. De pronto surgió Julián, bondadoso, temerario, haciendo lo posible por recuperar a su mujer. Una quemazón hiriente azotó su pecho. Entendía a Angustias, a su manera. Pero la misión era la misión, por encima de todo. Alicante les esperaba con un misterio que abarcaba medio mundo, y el viaje podría ser muy, muy largo.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

LEE LA PARTE 2

Por Andrés Massa y Marcos A. Palacios

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Este relato está basado en El Ministerio del Tiempo, es una narración fan con el único objetivo de entretener. Los derechos de El Ministerio del Tiempo y sus personajes son propiedad de Javier Olivares.

El autor agradece la piedad ante los posibles errores histórico-temporales, a pesar de poner todo el empeño en la documentación recogida para esta historia de ficción.

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Tripulación CosmoVersus

Marcos A. Palacios
Marcos A. Palacios
Administro CosmoVersus y colaboro con la Editorial Gaspar & Rimbau, donde he publicado mi primera obra antológica 'Fantasía y terror de una mente equilibrada' y corregido y anotado los libros de los 'Viajes muy extraordinarios de Saturnino Farandoul', entre otras ocurrencias. Mis reseñas van más allá del mero apunte de si este o aquel libro me ha gustado mucho o no. Busco sorprender y animar a los lectores a leer y compartir mi experiencia personal con los libros, igual que los compañeros de CosmoVersus. Soy muy retro, y no por mi edad, pues a los 20 años ya estaba fuera de onda. Perdón por no evolucionar al ritmo de los tiempos, pero es que soy yo.

5 comentarios sobre «‘El tiempo es la atmósfera’ Parte I. Por Andrés Massa y Marcos A. Palacios»

  1. Deseando leer la segunda parte, es un relato que engancha.podria ser perfectamente el guión de un episodio del ministerio del tiempo

  2. Una maravilla de relato, perfectamente escrito con el espíritu del Ministerio del Tiempo en cada palabra. Deseando leer más, porque aquí en Francia, viven también ministéricos.

    1. Gracias Goll, tanto Andrés como yo nos esforzamos mucho para elaborar una historia con sentido, que hablara de Enrique y su obra, que contuviera escenarios y cuajara en la linea de El Ministerio del Tiempo, fueron dos meses de retoques y ayuda mutua. Habrá muchos detalles y curiosidades, hasta el estallido final. Cada semana colgaremos una parte, son cuatro en total, y coincidirá con el final de la temporada. ¡Nos vemos!

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