La Biblioteca de los Malditos. Un relato de Marcos A. Palacios.

Aprovechando unos días de vacaciones acudí a un seminario de literatura en la ciudad de Toledo. Durante los días que iba a hospedarme en la ciudad de El Greco no pude sino quedar maravillado ante la elegancia natural del legado de las Tres Culturas, de la atmósfera de misterio y leyenda que profesan sus calles empedradas de pasajes laberínticos, de la caótica armonía de la judería, con sus teselas en alfabeto hebreo colocadas estratégicamente en desapercibidos rincones de escaleras y suelos… tan fascinado me encontraba en esos días otoñales, cuando el cauce del Tajo eleva el perfume húmedo de sus aguas hacia el Alcázar y el apagado azul de las nubes tiñe las fachadas con su fantasmal velo medieval; tan intensas eran mis sensaciones de pertenecer a un pasado de gloria y sabiduría, que me perdí una tarde oscura y de silencio arcano intentando alcanzar la plaza del Zocodóver, acompañado únicamente por los gritos de una urraca rebelde que me vigilaba impertinente desde un tejado.

Miraba, pues, al indiscreto pájaro allí posado, cuando un trueno obsceno lo asustó, y por Zeus que creí que el corazón se me escapaba con el aliento al pasar rozando mi cabeza la urraca espantada, y que de su oscuro pico saldrían las temidas palabras que Poe acuñó en voz de su diabólica mascota, aquel «¡Nunca más!» profético que petrificaría mi alma condenada por la eternidad. En vez de eso, nada pasó, salvo que el desdichado córvido se posó sobre el dintel de una puerta de altura considerable, madera antigua y roída por la carcoma, adornada con un cartel donde podía leerse «Bibliotheca».

Quiso mi inconsciente impulso atravesar aquella monumental puerta para sentir, una vez pasado el umbral,, el perfume añejo del papel incunable, la humedad reconfortante de los monasterios montañeses y el agrio aroma de… del pepino en la ensalada veraniega de mi niñez. Bajo la sombra de un gran busto de Fílira un señor de expresiva energía y monumentales patillas blancas me sonreía mientras acarreaba una montaña de libros en sus brazos.

―Claro que usted también lo ha notado, joven. Aquí las normas son muy específicas, pero algunos socios ya son de la casa y hacen lo que quieren. Mire usted, mientras los demás no se quejen…

―¿Es esto una biblioteca como reza el cartel de la entrada, señor?

―¡Por supuesto, joven! Bienvenido a la Biblioteca de los Malditos… ese nombre no se lo he puesto yo, claro. Han sido ellos.

―¿Ellos? ¿Los socios?

―Son muy especiales, ya lo verá. ¿Y usted? ¿De qué ha muerto? Diría que es el más joven de todos… ―el bibliotecario se atusó una patilla con la mano que le quedaba libre. Mantenía con astuto equilibro más libros con el otro brazo, parecía más bien un artista de circo por la postura musical que adoptaba yendo de aquí a allá con todos esos volúmenes, ricamente encuadernados. ―¿Ha traído sus obras para el disfrute de esta comunidad?

Debió ser mi desconcierto y exudación lo que alarmó al bibliotecario. ¿Muerto yo? ¿Cuándo? ¿Acaso se cumplió la maldición de Poe con esa urraca maldita? ¿Era mi destino viajar a Toledo para encontrar al pájaro de la Parca, al ave de Hades que me condujo cual Caronte a la biblioteca del infierno?

―¡Oh, siéntese, caballero! Creo que solo es un sencillo visitante, ¿me equivoco? ¡Cuánto lo siento! Viéndolo así, con ese aspecto y ropas tan anticuadas… no es que estén viejas, no, pero en pleno siglo XXI… no es muy común.

―Me gusta vestir así.

―¡Por supuesto! Y, ¿puedo saber cómo se llama usted, joven literato?

―Llámeme Atticus. El resto es un capricho de mis padres. Entonces, señor bibliotecario, esto no es una biblioteca normal, por lo que estoy viendo.

―¡No lo es! ¡Es la mejor biblioteca del mundo! Pase, dé una vuelta para concer nuestro fondo y nuestros socios. Somos una gran familia. Algún día también usted podrá ser socio… espero que dentro de mucho tiempo, aunque por lo general no suele ser así.

―¿Sabe? Me resulta usted familiar.

―Si solo le resulto familiar significa que no ha leído usted mi obra y le importo un carajo. Anda, vaya a conocer a los socios y clientes y maravillarse ante este paraíso que es nuestro templo de literatura. Y déjeme terminar de ordenar todo este lío. Lo que sí le digo es que hoy no han venido muchos, así que olvídese de ir recorriendo los pasillos como un infante alterado buscando a sus escritores favoritos entre los que, sin duda, yo no me encuentro.

No entendí nada de lo que dijo. Al principio tuve la sensación de que era un señor equilibrado, pero sus palabras finales me desconcertaron y creí estar ante un chiflado al que los libros, cual Alonso Quijano, habían vuelto loco.

La primera sala a la que accedí podría describirse como un salón de ocio. Lo que sí pude advertir fue la antigua estructura, de techos abovedados pulcramente policromados con escenas mitológicas, columnas estucadas y muebles tan antiguos como mi estilo de vestir. En un rincón contemplé a dos figuras ataviadas con ropajes semejantes a los míos, aunque quizá más modernos incluso, que ya era decir. Si al bibliotecario le llamó la atención, entre la gente de mi entorno era el objetivo de habladurías y miradas extrañas. Eran un hombre y una mujer, de edades similares, y ambos reían de una manera especialmente escandalosa. Él estaba de espaldas pero se le veía joven, y ella se limpiaba la boca con una delicada servilleta.

―Mire, tío, un visitante. Joven, acérquese ―dijo la mujer, levantándose y sosteniendo una bandeja. Me ofreció el contenido de la misma, y en ese momento vi el rostro del amor y de la desgracia en aquellos ojos profundos, sinceros y arrogantes.

La feminidad de aquella amable doncella contrastaba con el fuerte carácter de sus formas faciales. La miré de los pies a la cabeza. Sus ropajes destilaban colores y telas exóticos y su cabeza estaba coronada por una bella diadema que alejaba todo el pelo de su frente hacia atrás, como una reina asiática. De su cuello colgaban, como lágrimas, collares de perlas que tintineaban en un sonido hueco y danzarín. Permaneció en aquella postura hasta que me decidí a hablar.

―Gracias, señorita, pero no tengo hambre.

―No puede irse sin probar estos canapés de pepino, muchachito. Ande, coma, coma.

Accedí y tengo que reconocer que fue como probar un bocado de dioses. Aquel manjar debió salir del Olimpo gastronómico, porque no me explico, aún hoy, cómo jamás llegué a probar algo tan efímeramente delicioso.

Después de que la señorita aplaudiera, mostrando así su satisfacción ante mi inequívoco placer, su tío se dio la vuelta para hacerme caer de un susto. Aquel hombre era Oscar Wilde, si bien mis ojos o mi imaginación no me engañaban. En su porte de imponente orgullo y labios carnosos y ambiguos encontré su expresión de máxima felicidad al mirarme, y sus ojos, de caída triste que denotaban humilde carácter bajo su capa de dandy y personaje público escandalizador, se abrieron al contemplarme allí, de carne y hueso, asustado e incrédulo.

―Tío, ni se le ocurra espantar a este hermoso joven… ―dijo la mujer. Pero, ¿cómo que era su sobrina si debían tener la misma edad?

―Dolly, querida, quiero hablar con este simpático gentleman a solas. Quiero enseñarle la biblioteca. Puede que tengamos mucho en común.

―Pero… usted… es Oscar Wilde. ¿Cómo es posible este sortilegio? ¿A qué lugar encantado he llegado? ¿O es mi alma, que vaga perdida por los campos del amargo sueño de la muerte?

―Mmmm… veo que no es solo usted hermoso, sino poeta. Venga, venga, quiero enseñarle primero el patio. O debería llamarlo claustro. Es un lugar de exquisita tranquilidad para gente como… nosotros.

―Que pasen un buen rato ―exclamó Dolly. Oscar desplazó su brazo entre el hueco del mío a modo de acompañante, a la antigua usanza. Me sentí cómodo con este gesto, ya que soy admirador de las costumbres obsoletas.

―¿Desea unos bombons? Quizá después de ese horrible canapé de mi sobrina no le haya quedado buen sabor de boca.

―Gracias, pero está bien así, señor Wilde.

A pesar de mi estupor por aquella vivencia, la compañía suponía tan especial evento que la preocupación pasó a un segundo plano. No obstante, tenía muchas preguntas. Cruzamos un pasillo que dio directamente a un claustro de hermosa majestuosidad gótica. El cielo ya oscurecía, había expulsado a las invasoras nubes que provocaron que tuviera el fantasmal aspecto de una eterna tormenta y dio paso a su manto eléctrico con algunas motas brillantes aquí y allá. Paseamos a la luz de las velas que se alojaban en oxidados candiles. El frescor aumentó con las gráciles ráfagas de brisa.

―Pero, ¿dónde se encuentra la biblioteca? ―pregunté.

―Allí, al otro lado del claustro, en aquella puerta. Pero ¿por qué tiene tanta prisa? Admire el brillo de las diminutas estrellas. Desde aquí tenemos una idea tan equivocada de ellas…

―Bueno, la idea que yo tengo es que, o bien estoy muerto, o esto es un sueño extraño.

―Nada de eso, joven…

―Otis.

―¡Otis! Ni en toda mi vida Baco me gastaría esta broma maravillosa. Sepa que usted ha cruzado esa puerta de allí afuera como lo haría un atleta griego al llegar a su deseada meta, al premio de todos sus esfuerzos y sudores. Y no le quepa la menor duda que este grato Caesar que le acompaña será quien le obsequie con lo que más desee en este mundo…

Wilde fue interrumpido por un sollozo tenue que pronto se convirtió en un alarido de pavor. Provenía del centro del claustro, de una figura a medio trazar apoyada junto al pozo. Las sombras del anochecer, conjugadas con la luz de las velas pretendían hacernos creer que quien allí estuviera aparecía y desaparecía con cada latido de corazón, como un alma ausente de su purgatorio que todavía no sabía a dónde debía dirigirse.

―No le haga caso, joven. Es Gustavo Adolfo Bécquer. Está medio dormido allí, como un grillo entre la hierba, lejos de todos. La verdad es que no sé si está loco o si, sencillamente, es un loco encantador. Ahora andará buscando su rayo de luna. No sé para qué…

Nada más acabar Wilde su profética frase, una nube inquieta dejó entrever la Luna, antes oculta, y un rayo leve a la deriva alcanzó al hombre triste del pozo, y pude distinguiren él la perilla y los rizos de Bécquer, tan parecido y orgulloso como aparecía en esos billetes de cien pesetas que aún guardan mis padres. Entonces, supuse que me encontraba en el escenario de alguna obra de teatro de una compañía de actores que, con su natural parecido a aquellos personajes y un poco de mágico maquillaje, entraban en la piel de tan conocidos autores pasados. No cabía duda de que todo era un montaje, delicioso por una parte, en el que habían conseguido que me creyera en otra época, en otro lugar y momento. Decidí seguirles el juego. Podría ser el germen de una historia para la revista universitaria.

Mi primera jugada para acompañar al falso Oscar Wilde a la biblioteca fue interesarme por él, por su vida. Me contó que a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte, no podría decirse que su estado fuera tal; lo mismo ocurría con el resto de socios. «Estamos aquí en permanente búsqueda de nuestras vidas», dijo, cerrando los ojos para otorgar un aire de maestría a su frase.

Llegamos a la puerta a la biblioteca. Sentí la gran necesidad de repeinarme para estar presentable ante semejante hazaña. ¿A quién me encontraría en esta ocasión? ¿Qué me habría preparado esta magnífica compañía de actores para deleitar mi gusto literario? ¿Acaso no sería la broma de algún compañero, puesto al día de mis preferencias, el que, a través de aquellos personajes, quiso regalarme el homenaje de mi vida? Ahora sí que entré en éxtasis cuando Oscar Wilde abrió la enorme puerta de madera lacada, semejante a la de la entrada principal pero, en esta ocasión, contenía altorrelieves de escenas míticas en la historia de la literatura: ‘La Divina Comedia’, ‘Drácula’, ‘El jorobado de Notre Dame’, ‘El Rey Amarillo’… resultaba una mezcla un tanto excesiva a la vez que impactante. ¡Diríase que fuera uno a atravesar el verdadero Infierno acompañado del hombre más glamouroso del mundo! En su lugar, aparecimos los dos en un salón de imposible y grandiosa belleza donde las estanterías ocupaban la práctica totalidad de la superficie y las paredes; con numerosas escaleras en caracol que conducían a los ejemplares más elevados, los cuales ya estaban próximos a un cielo azul y nuboso que representaba la cúpula sobre nuestras cabezas, todo él con angelitos asomados a una policromada barandilla, que nos observaban como espectadores de un teatro celestial.

Pero no podía ser posible que tal edificio estuviera en los callejones toledanos. Podría tratarse de un trampantojo, el mayor y más hermoso trampantojo que haya visto jamás en mi vida; el efecto óptico mejor conseguido a la altura de Mantegna. ¡La subida al cielo que todo mortal desearía para su pobre alma!

―¿Se puede saber qué miran? Bajen sus cabezas, así solo conseguirán hacer crujir sus cuellos como tostadas ―exclamó el bibliotecario a dos pisos sobre nosotros, mientras conducía un carrito repleto de libros que, cuidadosamente, iba colocando en su lugar. No, no estaba equivocado, no existía ninguna ilusión. Pero… ¿cómo podía ser…?

Al momento, unas risas dicharacheras inundaron los pasillos de la biblioteca. Wilde, todavía tomado de mi brazo, me condujo a través del laberinto de miles y miles de ejemplares repartidos armoniosamente en las estanterías, casi tan antiguos y polvorientos como un baúl olvidado en una guerra. En un rincón, sobre un grupo de mesas de estudio más parecidos a las de los scriptorium, un hombre y una mujer morían literalmente de risa ante un pobre y maltrecho pordiosero que, acurrucado frente a ellos, parecía delirar. Wilde pareció llenarse de ira y se dirigió a los dos payasetes con efusiva ira.

―¿Ya están molestando otra vez al señor Poe? No me esperaba esto de ustedes. ¡Y éste escándalo! Entendemos que hoy no hay nadie más que ustedes aquí, pero las normas son las normas. Señor Poe ―dijo tiernamente acercándose al oído del pobre diablo―, ¿me escucha?

―No le va a hacer caso ―contestó la joven muchacha, vestida con indumentaria claramente en desuso―. Está borracho. Mañana ni se acordará.

Y volvió a reír. Esta vez, su acompañante no le secundó, sino que guardó algo detrás de él para que Wilde no lo viera. Pero fue tarde. El gigantesco dandy ensombreció su rostro y un ictus de terror deformó la alegría de los burladores.

Así que allí estaba con Poe… su frente y bigote eran inconfundibles. El desdichado Edgar Allan Poe. Como un arrebato de resurrección tras un ataque de catalepsia, Poe explotó en un delirio poético que nadie esperaba presenciar.

«¿Dónde seré conducido yo,

infame muñeco mortal, cuando la muerte,

seca y despiadada, no quiera visitarme más,

se aleje y rehúya de mí como olas de tempestad?

Se pudrirán mi cuerpo y mi alma en vida

y el deseo último de mi ser jamás se cumplirá.

Mi virginal objeto de amor escapa ya ante mi presencia,

agusanado rostro del martirio eterno…»

Y una vez más, Poe sucumbió al vino, y dejó de hablar.

―Suerte que se ha callado… ―susurró la joven. Observándola bien, tuve la impresión de conocerla, más no caí en la cuenta de quién podría ser. En cambio, el hombre junto a ella, era inequívocamente Howard Phillips Lovecraft.

El semblante abismal de aquellos ojos, la boca hermética, aquella postura incómoda ante la gente… Lovecraft, cuya idea de talante nervioso se derrumbó allí mismo al contemplar a una persona llena de alegría y humor… ¿Qué estarían haciendo a Poe? ¿Qué escondía Lovecraft que no quería que Wilde descubriera? La astucia del dandy superaba a la ingenua pareja de la biblioteca.

―Bien. Enséñenme lo que ocultan. Señor Lovecraft… señora Shelley. No me obliguen a ser su padre.

Dos cuadernos aparecieron frente a las narices de Wilde. En ellos había bocetos, dibujados, claro está, por los dos criminales. Wilde me acercó los bocetos, y no pude más que aguantarme la risa. En eso que él se dio cuenta, y prefirió callar, ya fuera por su admiración a mi belleza, o bien por no pertenecer al club. No obstante, nada me impidió tomarme a broma toda esa situación. ¿Quieren saber qué había dibujado en los cuadernos? Dos caricaturas de Poe. En uno, plasmado con los trazos de Mary Shelley, se veía a Poe enfundado en el deforme traje de un Primigenio lovecraftiano, cuya característica más resultona consistía en los tentáculos del archiconocido cefalópodo extraterrestre. La otra caricatura, de la mano de Lovecraft, rendía homenaje al moderno Prometeo de Shelley, Frankenstein. De la extensa frente de Poe surgía una profunda cicatriz cuyos afluentes, más suaves y accidentados, deformaban el rostro del escritor y se confundían con ásperos hilos de cabello.

El señor Wilde no se lo tomó bien, y condujo a Poe fuera de la biblioteca. Entonces, tras un intenso silencio, yo, Shelley y Lovecraft nos echamos a reír sin piedad. A pesar de haber leído sus obras y conocerlos en parte por sus biografías, era como retroceder en el tiempo hacia una dimensión donde, precisamente ellos, mis musas literarias, se hubiesen reunido para mi extremo deleite. ¿Y si no fuera una representación? A medida que reflexionaba y reía con mis camaradas de biblioteca, creía volverme loco. Ya no sabía dónde me encontraba, qué era aquel lugar tan fuera de medidas que era poco probable que cupiera en los callejones de la judería; o era una broma de mis compañeros. ¡Qué diablos! ¡Era maravilloso compartir espacio y dialogar con mis escritores favoritos, aunque no estuvieran todos! Eso mismo había dicho el bibliotecario, más o menos. ¿Podría ser él la clave?

―Tenemos un nuevo visitante ―comentó Lovecraft una vez que nos calmamos.

―¿Viene usted del futuro? No veo la diferencia entre usted y la gente de nuestra época, aunque tiene algo atemporal… ese peinado.. ―preguntó Mary Shelley.

―Querida, para usted el futuro no cambiará ni en doscientos años, todo seguirá igual que en sus días… un desacierto reflejado en sus novelas, siempre se lo recordaré. ¡Qué pocos horizontes de cambios!

―Otra vez con sus ironías, Howard. Prefiero no hablar de su baja autoestima de escritor. Podría hundirle en el peor de los fangos.

―¿Podrían no pelearse delante de mí? He cruzado portales dimensionales y extensos pasillos mágicos para encontrarme aquí, con todos ustedes, y no creo que me deje buen sabor de boca ver a dos genios de la pluma echarse la tinta a la cara como lo están haciendo ahora… ―Sí, entré en el juego, quizá de esa forma podría averiguar qué estaba pasando allí.

―Tiene toda la razón. En fin, joven, Howard… me voy. El viejo estará a punto de cerrar y he quedado con Percy. Quiere escribirme un poema.

―Hoy en día no se escriben poemas como los suyos, Mary. Demasiada sensiblería y poca imaginación ―remató Lovecraft―. Ya los pseudopoetas ni se molestan en leer los clásicos. ¡El triunfo de la vulgaridad, el empoderamiento de lo ególatra contra el arte y la belleza!

―¿Le gusta la poesía, señor Lovecraft?

―Sepa, joven con aspecto de burgués neoyorkino, que soy tan culto como el desdichado Poe. Los tiempos han cambiado. Antiguamente, los muchachos sabían lenguas clásicas, ciencias, política, arte… todo eso antes de su mayoría de edad. Y hoy… ¿qué saben hoy? Dígame.

―No hemos cambiado tanto. Hay quien tiene acceso a la educación, y quien no, como toda la vida.

―¡Bobadas! El mundo es una tinaja enterrada en el más olvidado pozo de los despojos de sabiduría del ser humano. En cambio, aquí, en esta biblioteca, todo permanece tal como debe ser.

―¿No debería salir un poco? ―le pregunté después de notar una leve y palpitante vena en su sien.

―Eso, Howard. Vamos a dar un paseo, de esos que tanto le gustan, ahora que refresca. Y me acompaña con Percy a pasar una encantadora velada al río. Sabe que siempre es bienvenido a nuestra barca. ―dijo animada Shelley.

―¿Hay niebla?

―No.

―Pues vamos. ―y levantándose los dos de sus pupitres, se despidieron cortésmente de mí, abandonando sus bocetos. Los tomé para admirar la gracia de las manos que los habían trazado, observándolos largo rato.

Aproveché el hondo silencio de la biblioteca, donde el único ser pensante parecía que fuese yo, para recorrer los inalcanzables estantes que crecían desde el escandaloso suelo de madera hasta los celestiales ventanales góticos. Más que una biblioteca era una catedral compuesta de libros, y yo, buscando el altar sagrado de la santa lechuza ateniense, me sumergí en las páginas de algunos ejemplares, polvorientos, que no me dejaron más que dudas. ¿Y por qué? Pues por la sencilla razón de que eran títulos desconocidos de algunos de los escritores que había visto aquella tarde; algunos de los cuales enunciaré a continuación. Encontré, por ejemplo, The owl’s God, de Lovecraft, que relata cómo un misterioso bosque cercano a las lindes de la ciudad de Arkham, mezcla tanto de plantas como animales, se levanta contra el progreso humano comandado por un extraño ser semejante a un búho; numerosos cuentos de Wilde, como The music box, en el que todo aquel que escucha la melodía de una caja de música fabricada por un famoso artesano londinense termina enamorado de una bailarina encantada; La heredera cautiva, leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, una exquisita pieza donde se cuenta la lucha de dos hermanos campesinos por liberar a una rica doncella de las garras de su acaudalado tío en la mágica y siniestra región de Monteídolo, en que uno de ellos lo hace por amor, y el otro por dinero. Así pues, removí grandes ejemplares de otros autores, descubriendo más ediciones de poemas inéditos de Percy y Mary Shelley; más relatos de la saga de Conan de Cimmeria de Robert E. Howard; incluso una singular novela de Asimov titulada The crime of Foundation.

Por un momento creí ser yo quien se encontraba fuera de la linea temporal en la que supuestamente había vivido todo este tiempo, y que aquellos escritores habían llegado a su vejez con una notable producción literaria en un plano de realidad diferente a la mía. La lista de títulos era interminable, como podía deducirse por la extensa superficie en la que me hallaba finalmente perdido, puesto que la biblioteca no solo recogía obras de escritores malditos, sino de cualquier otro escritor de todos los tiempos y todas edades de la Historia. Con solo echar un vistazo a mi alrededor, sentía fundirme con todos los volúmenes expuestos, regocijarme en sus lecturas, apaciguar mi existencia visitando todos los rincones del santuario de aquella Bibliotheca regia, imposible, excelsa. ¿Dónde, pues, se hallaba el truco? ¿Qué maldición oculta desatada por mis acciones anteriores de aquel día prodigaron que la endemoniada urraca me trasladara a este sitio de ensueño y, al tiempo, terroríficamente desconocido?

Un nuevo giro de mi cabeza hizo que mis ojos se estrellaran en mi nombre impreso en los lomos de algunos libros. Sí, era yo, mi nombre, así de rimbombante, sonoro, pegadizo, inconfundible. Libros añejos, usados. Un vértigo de temblores hizo que los bocetos de Shelly y Lovecraft, sujetos entre mi antebrazo y el costado, cayeran al suelo. Una mano amiga salida de la oscura atmósfera de la biblioteca los recogió cuidadosamente.

―No se preocupe, Atticus ―dijo el bibliotecario, apareciendo otra vez como por arte de magia―. Ya los recogerán otro día. Voy a dejarlos en sus casilleros. Por cierto, cerraré en unos minutos. Pero espero que la visita haya sido de su agrado.

―Más de lo que imagina. Pero, dígame. ¿Es todo esto una broma de mis compañeros de Universidad?

―¿Le parezco «yo» una broma, jovencito insolente? Mire que desde que ha entrado se ha comportado usted como un caballerete caprichoso, haciendo desdenes hacia mi persona. Y un escritor con dignidad, eso no lo tolera.

―Lamento lo ocurrido… y aún no sé cómo se llama.

―¿Acaso necesita preguntarlo? Venga, ayúdeme con estos volúmenes que pesan tanto como su ego. Debo llevarlos a la recepción. Mañana uno de nuestros mejores socios viene a por ellos.

Eran ejemplares de novelas de Julio Verne. Cargué con unos pocos, y ya eran suficientes, mientras que el bibliotecario parecía poseer una fuerza monumental portando en sus brazos el doble de carga que yo.

―Sigo pensando que este lugar no es todo lo real que aparenta ser.

―Y yo creo que le deseo una feliz vida y vejez, muchacho, porque si llega usted a convertirse en un escritor maldito, estaré condenado a soportarle aquí el resto de mi existencia.

―No apostaría a que eso suceda tan pronto. Su sentido del humor me gusta, señor…

―Buen intento ―dijo mientras atravesábamos el claustro. La Luna se había vuelto a esconder y unos nubarrones violáceos dominaban en su totalidad la cúpula celestial. Junto al pozo, apenas se distinguía la figura de Bécquer. ¿O no era él?

―¡No se vayan sin mí! ―exclamó con desespero. Sí, era Bécquer ―Casi me quedo dormido. ¿Le ayudo, Isaac? Venga, deme algunos ejemplares. Ya le dije que tiene que bajar aquí esos carritos que usa allá arriba. ¡Ah, buenas noches! ―dijo el escritor, al fin, dirigiéndose a mí. Por un momento creí que no me había visto, o evitaba hablarme.

―Se le ve muy feliz ―dije, para entrar en conversación. Vanal, sí, pero no me ocurrió nada mejor, obviando hablar del tiempo.

―Por supuesto, amigo. Mañana parto hacia el Monasterio de Veruela, siempre vuelvo para estas fechas, sobretodo cuando se acerca el día de Difuntos. Llevo mis cuadernos para dibujar, mis efectos para escribir. Recomendación del médico, pero qué quiere que le diga. ¡Benditos médicos que siempre obligan a la mejor cura! Aquí le dejo los libros.

Y con su gracia sevillana, Bécquer se movió musicalmente, y salió por la puerta dejando una estela de picardía española en el ambiente de la recepción.

―Parece que se han ido todos, Isaac ―dije. Así le había llamado Bécquer. Isaac, Isaac… de qué me resultaba familiar… ―¡Isaac Asimov! ¡Claro! ¡Es usted Isaac Asimov!

―Vaya, pareciera que hubiese descubierto usted la partícula de la inteligencia. Un niño con un ábaco habría tardado menos en deducir sus cálculos.

―Y lo dice el hombre que se aplaude a sí mismo ―contesté.

―Muchacho, esa anécdota no es muy conocida. Debo cambiar mi opinión sobre su coeficiente. Aunque sabía que no me defraudaría.

―Pero, ¿qué hace usted aquí? No es usted un escritor maldito. Su vida fue de lo más normal y feliz. No me lo explico.

―Alguien tiene que llevar a estas sombras un poco de luz, ¿no cree? Les ayudo, sí. Y les mantengo a raya. Quién mejor que yo para ordenar todo este desastre. Es mi sino, joven Atticus. Y aquí, soy feliz. Con ellos y con mis libros. Este lugar es como la Biblioteca de Trántor, esa parte del Imperio Galáctico que usted ya debe conocer donde toda la sabiduría de la galaxia humana se expandía por todo el planeta.

Después de decir aquello, derramó una mueca de tristeza.

―Lo que me apena es que nadie pueda leer ya todos los libros que he escrito desde hace 27 años. Pero usted puede venir de vez en cuando y tomar prestado alguno. Siempre y cuando esa urraca cotilla no le lleve a otro lugar.

Sonó un trueno, muy lejano, que se hizo más notable a medida que aumentaba la magnitud de su turbulencia. Volvía a haber tormenta y el olor de las nubes cargadas de agua fresca realzó el aroma de las lavandas del claustro que la corriente de aire acercaba a mi olfato. La puerta de la Bibliotheca estaba abierta, y el señor Asimov me invitaba a irme. El silencio de la calle entraba hasta allí mismo y traía consigo el rumor gris de las primeras gotas de lluvia. Con una sonrisa burlona, Asimov me lanzó una seña de bienvenida para que volviera siempre que quisiera, aunque «cuanto más tarde, mejor», volvió a repetir.

Nada más abandonar la estancia me esperaba un enorme paraguas sostenido por las manos más hermosas y grandes que haya podido ver. Su dueña, Dorothy Wilde, me miraba con ansia mientras pasó su brazo entre el mío para conducirme por las calles de Toledo. No dijo nada, y yo tampoco. Su calor me bastaba, era reconfortante como un té de hierbabuena. Me sacaba dos cabezas de altura, pero aún así era un momento hermoso, cándido, igual que su perfume. Mientras percibí las notas lejanas de un nyckelharpa viajando por el laberinto de calles, un girón de niebla nos acometió, y después de un escalofrío, desapareció, y con él, Dolly, en cuyo lugar solo quedó la lluvia, y charcos, y la inquieta urraca atrevida que me condujo a la Biblioteca de los Malditos, dando saltos hasta alzar el vuelo para, de inmediato, perderse en los tejados de la judería.

FIN

Por Marcos A. Palacios

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.

Tripulación CosmoVersus

Marcos A. Palacios
Marcos A. Palacios
Administro CosmoVersus y colaboro con la Editorial Gaspar & Rimbau, donde he publicado mi primera obra antológica 'Fantasía y terror de una mente equilibrada' y corregido y anotado los libros de los 'Viajes muy extraordinarios de Saturnino Farandoul', entre otras ocurrencias. Mis reseñas van más allá del mero apunte de si este o aquel libro me ha gustado mucho o no. Busco sorprender y animar a los lectores a leer y compartir mi experiencia personal con los libros, igual que los compañeros de CosmoVersus. Soy muy retro, y no por mi edad, pues a los 20 años ya estaba fuera de onda. Perdón por no evolucionar al ritmo de los tiempos, pero es que soy yo.

Un comentario sobre «La Biblioteca de los Malditos. Un relato de Marcos A. Palacios.»

  1. Reblogueó esto en La Biblioteca de los Malditosy comentado:

    Nuevo relato titulado tal cual, como mi blog. En su lectura, posiblemente surjan dudas. Es muy sencillo, y entiendo que no todos comprenderéis las referencias halladas. Esos detalles que aparecen sobre los personajes se deben a la información que dispongo de ellos, detalles que no se disfrutan si no se conoce un mínimo al personaje en cuestión. No obstante, no pasa nada, no os preocupéis. Disfrutad del relato, así como yo he disfrutado escribiéndolo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *