La existencia de lo imposible. Por Santiago Fernández Santos

La existencia de lo imposible, por Santiago Fernández Santos. Nuestro amigo y colaborador, autor de la Saga de Arniayán, nos conduce por el sendero de lo desconocido a través de los mitos y lo oculto como base del conocimiento humano, la ficción, los relatos antiguos que yacen aplastados por el dogma científico.

La existencia de lo imposible

¿De dónde vienen los pensamientos? ¿Cuál es el origen de los sueños? ¿De qué lugar proceden los mitos? ¿Dónde surge lo que no puede verse?

Al intentar categorizar los diferentes géneros literarios nos encontramos con algunos que convergen y que, en ocasiones, se cruzan tangencialmente: la fantasía, la ciencia ficción, el terror… Pero, ¿qué es real y qué no lo es? Esgrimo esta pregunta con arrojo asestando otro estoque para azuzar vuestra atención: ¿serían ficción o relato histórico las tramas amorosas de Zeus para un griego clásico, o el relato de la creación de los indios hopi, para estos nativos norteamericanos? La antigua literatura religiosa o sagrada podría asemejarse a modernas epopeyas fantásticas. Si emprendemos un viaje temporal desde los Vedas, el Mahabharata, el Antiguo Testamento o la Leyenda del Rey Mono china hasta la reciente trilogía de El Señor de los Anillos o Matrix comprobaremos que, desde un punto de vista narrativo, no difieren demasiado. De esto ya habló Joseph Campbell en El héroe de las mil caras (1949). Tras un análisis antropológico de diferentes culturas a lo largo de todo el globo, descubrió que básicamente las historias sagradas y los cuentos contaban un mismo relato, el llamado «viaje del héroe». Todo mito cuenta una misma historia. Y el psicoanalista suizo Carl Gustav Jung, a propósito de lo que denominó inconsciente colectivo, analizó algo análogo: que nuestra psique como especie humana está constituida por mimbres similares y genera mitos comunes independientemente de la comunicación o no entre diferentes pueblos.

Se suele decir que toda leyenda contiene una dosis de realidad. ¿Podría deducirse de esto que subyace entonces un poso de autenticidad en los mitos, los cuentos y las historias de ficción? Alguien dijo una vez que el género fantástico o la ciencia ficción son más reales que la propia realidad. Una gran mentira puede ser más elocuente y reveladora que muchas pequeñas verdades. Esto, que puede parecer extraño a primera vista, se debe a que el aspecto alegórico, la metáfora y el uso del mito son más eficaces para la comprensión y asunción de una realidad. Una historia hiperrealista puede retratar un aspecto concreto con gran fidelidad, pero nuestra mente analiza de forma abstracta y asimila más poderosamente el lado metafórico de la ficción. Por eso la poesía cala más hondo y grandes obras de ciencia ficción como Farenheit 451, Un mundo feliz o 1984 imprimen mensajes de forma más contundente en nuestra psique que una novela costumbrista.

Manos de la cueva de Altamira. Fuente: RTVE

Nuestra mente tiene su lenguaje particular. Para entenderlo es necesario remitirse al mecanismo utilizado por los sueños. La forma en que estos se manifiestan es siempre codificada. Un código que, como ya analizó Sigmund Freud en su libro La interpretación de los sueños (1900), suele utilizar el lenguaje, los símbolos y la analogía o similitud de significados. Su clave de interpretación es absolutamente subjetiva y, a menudo, metafórica. La construcción de historias y mitos y, por analogía, la creación literaria funciona de manera muy similar a la elaboración del contenido onírico. Las canalizaciones espirituales o religiosas (de las que surgen la gran mayoría de los libros sagrados), los sueños, los mitos y las creaciones literarias proceden de ese vacío inconsciente que se abre en la mente en momentos de inspiración unidos a la experiencia interior y exterior del creador o escritor.

Una vez dicho esto como introducción, me gustaría hablar de lo invisible, de lo imposible. Lo numénico, lo sagrado, lo oculto, lo mágico, todo aquello que carece de explicación, el misterio, en definitiva, ha perseguido al hombre desde el principio de los tiempos. O más correcto sería decir que es el hombre el que ha buscado lo invisible desde sus comienzos. Antaño, la ciencia, la sabiduría y lo mágico estaban unidos. Con la llegada de las religiones monoteístas comenzaron a descartarse e invalidarse todas las creencias que no fueran las dominantes. Más aún, con la llegada de la diosa Razón, en la época de la Ilustración se instauró la creencia, reforzada con la Revolución Industrial y adoptada hasta hoy, de que solo lo explicado por la ciencia es real, desgajando de un plumazo gran parte de lo que nos hace humanos, aquello que hizo que unas, probablemente mujeres, dibujaran bisontes en el techo de una cueva de Altamira hace 30.000 años para muy posiblemente inducir una caza venturosa. Vivimos tiempos en los que la ciencia se ha convertido en materia de culto incuestionable, una especie de conjunto de dogmas inapelables que no acepta la existencia de lo no visible o mensurable según los irreductibles parámetros científicos. «¿Dónde está el código de barras de lo misterioso?» se preguntaba Chris Stevens en la mítica serie de TV Doctor en Alaska. Esta visión, desde mi punto de vista, limita la gran riqueza que posee el ser humano, su capacidad para soñar, su dimensión mágica y proyectiva y, por supuesto, el contenido espiritual. «La ciencia no solo es compatible con la espiritualidad; es una profunda fuente de espiritualidad» escribió el astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor y divulgador científico Carl Sagan.

Al margen del tipo de creencias que cada uno tenga, es extraño encontrar a alguien que no haya vivido una experiencia que no puede explicar. El mundo de la o-cultura, como lo definió el escritor Javier Sierra, está lleno de casos documentados de sucesos anómalos. Ya en 1919, el investigador Charles Hoy Fort publicó El libro de los condenados, una obra en la que recopilaba 25.000 fenómenos inexplicados (de ahí proviene el término hechos forteanos) y la lista se extiende y crece hasta nuestros días, a pesar de los avances tecnológicos. «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia» decía el escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke.

Lo que no puede medirse también es real. En la delgada línea que separa lo comprensible de lo inconcebible se dispone lo invisible, pero ¿por escapar a lo explicable, es irreal? ¿Pueden medirse el amor o las emociones? ¿O la capacidad de sanación de una mente positivamente dispuesta? ¿Puede la mente afectar a la materia? Recientes estudios científicos demuestran que lo que nuestra mente recrea nos afecta neuronalmente de igual manera que si lo hubiéramos vivido. Nuestro cerebro no distingue entre lo soñado y lo vivido. ¿Son los sueños vívidos entonces menos reales que la vigilia? ¿Vivenciamos lo mismo que el personaje de la última novela que leímos? Todo es experiencia.

La mayor parte de las cosas que nos conmueven y nos impulsan a vivir son invisibles y, a veces hasta imposibles también, así que: ¿deberíamos obviarlas? Lo invisible es huidizo e indemostrable, pero palpable y su energía nos rodea cada día. La energía no es más que el nombre que damos a todo aquello que no podemos describir ni explicar, pero que nos es claramente presente. Y es que a veces acontece lo sobrenatural y no por despojarlo de crédito acogiéndonos a la pura prudencia va a desmerecer su perturbadora autenticidad. Lo oculto, nos guste o no, nos ronda. Lo rechacemos o no, aparecerá en una esquina de la vida, tras el árbol del día a día. De esta materia versan mis novelas de «La saga de Arniayán» y no por casualidad, porque lo invisible siempre aparece.

©Santiago Fernández Santos.

Montaje de cabecera: Marcos A. Palacios. Fuente a quien corresponda.

Tripulación CosmoVersus

Santiago Fernández Santos
Santiago Fernández Santos
Nací en Madrid una ardiente noche de verano y pasé mi infancia entre seres fantásticos. A los ocho años escribí mis primeros relatos fruto de una temprana atracción por el mundo de los sueños. A los doce terminé mi primera novela de aventuras a la vez que redactaba un periódico infantil, dibujaba cómics y elaboraba un programa de radio. Pasé mi adolescencia leyendo novelas de caballerías. Después estudié, sin gana, Administración y Dirección de Empresas y he trabajado como guionista de cine y tv.
Además de escritor, soy bibliotecario, profesión que amo profundamente, en la Biblioteca Nacional. 'La saga de Arniayán' es el fruto de mis experiencias e inspiraciones en este lugar tan cargado de historia... e historias.

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