Peor que la guerra.

No conocí una guerra tan extraña como la que asoló mi pueblo, en la que el ejército invasor jamás mostró su rostro. Como fantasmas de una pesadilla, el inmoral enemigo arrojaba bombas invisibles que destruían casas y puentes hasta dejar solo escombros. Quien no lo haya vivido pensará que aquello fue fruto de un terremoto, pues ningún pueblo ni ciudad cercana se vieron afectados. Lo más increíble fue la reacción de mi padre. Era un borracho de mente inerte y pasiva que despertó del modo más valeroso ante la invasión que vino después.

Todos huimos hacia las cuevas de las montañas, hogar de nuestros antepasados hacía ya siglos, durante la última guerra civil que hundió el país en la miseria. Allí, en los ahora yermos agujeros excavados en las rocas, cuyas entradas ocultaba el espeso follaje de pinos y hayas, como insectos que escapan del fuego nos ocultamos una noche antes de que los soldados iniciaran la invasión. En esos días preparaban las fiestas del pueblo, en las que solo participaban los más ancianos, porque nadie, ni yo ni mi familia, nos interesaba jugar a brujas y duendes. Mucho tiempo atrás, desde la guerra civil y antes de nacer yo, incluso mis padres, las gentes dejaron de creer en la superstición, base de nuestra historia, relegada al olvido por el efecto de la guerra.

Padre se armó con el rifle de caza, madre recogió enseres y comida en un saco, preferentemente para mi hermano y para mí, y juntos, en caravana con los vecinos, nos desplazamos hacia las cuevas, silenciosos y cautos como la procesionaria. Mi hermano Óscar era muy alegre, creía que era una excursión, cambiar de aires siempre le parecía divertido, hacer algo fuera de lo cotidiano le entusiasmaba. En cambio, al ser mayor que él, yo me daba cuenta de la situación, y le decía al oído «Vamos a morir en la guerra». Pero él se reía y me gritaba «¡Mentirosa!». Padre lo llevaba a su espalda durante el camino porque era cojo, yo cargaba el saco de comida, así nos repartimos el peso para ir ligeros. Si no fuera por Óscar, iríamos más deprisa, y lo miraba con rabia.

Óscar no era hijo de mis padres. Lo encontraron una noche llorando, tendría tres años o menos, la verdad que no sabemos de dónde salió. Mis padres lo llevaron a casa y allí se quedó. Nadie dijo nada, solo que era un lisiado que traería desgracias. Todas las atenciones eran para él, desnutrida y tierna criatura, mientras me obligaban a ser su cuidadora durante las horas en que mis padres trabajaban. Así, me ausentaba de la escuela algunos días a la semana, lo que provocó burlas hacia mí y mi hermano y el rechazo de maestros y niños.

Por esto lo odiaba, porque perdí a mis amigas, ya no venían a casa a hacer los deberes ni salíamos al parque las tardes de verano. Óscar Valiente, así, con nuestro apellido, trastocó mi vida. No sabía yo que, tiempo después, en esta guerra enigmática, iba a conocer mis verdaderos sentimientos. Pero, ya instalados en las cuevas, mi agrio carácter se acentuaba cuando veía a madre acurrucar y sobreproteger al pequeño motivo de mi desgracia. Era él, tenían razón las gentes, el causante de todo el mal. El mal de mi vida.

Desde el fondo de los pasadizos y túnenes escuchamos, durante la primera noche, el sonido del fuego consumiendo las casas. Allí ya no quedarían ni la iglesia, ni la escuela, ni los establos, nada. Las casas, una vez que volvimos, habían desaparecido, como cuando borraba una palabra escrita a lápiz en el cuaderno: solo un rastro gris y fantasmal de lo que había existido una vez.

Los sonidos del exterior llegaban deformados a los pasadizos. Los demás niños se apelmazaban en los regazos de sus padres, y yo, fría, rechazaba toda muestra de cariño hacia unos padres con los que no me conformaba. Ahora lloraban, uno por cobardía, la otra por su niño, mientras que yo, la hija mayor, me apañaba con lo puesto y con estar viva, que era lo importante. Resoplé una canción del colegio, la de la Chacha, la vieja niñera de todos los niños del pueblo, un personaje que llegó a alcanzar los cien años o más. En aquella años no me interesaba saber el origen de la Chacha. Había estado ahí siempre, mi mente infantil prefería otras cosas, como los libros, la comba, las canicas…

―¿Te has traído todo eso, Abigail? ―soltó padre con aire despistado. Estaba borracho. Eso sí que no se le olvidaba. En un momento así consiguió que me avergonzara.

Los vecinos nos miraban con recelo, molestos porque nos encontráramos a su lado; éramos los impresentables. Lo hacían con actitud de reproche, no decían nada pero sabía lo que pensaban. Preferían no acercarse mucho a nosotros. El único que se atrevió fue el Mecha, que no estaba muy bien de la cabeza. Le llamaban así porque de pequeño incendió la casa de sus padres jugando con petardos, todos se quemaron menos él, y fue entonces cuando perdió la razón. Vivía de lo que las gentes le regalaban, pues no trabajaba ni sabía hacer nada. Dormía en un corral adecentado con todas las posibles comodidades, pero lo tenía como un estercolero. De lo único que hablaba era de las brujas de las montañas, que secuestraban niños y personas para convertirlos en sus esclavos, que venían de muy lejos, que se enfadaban si una vez al año no les ofrecíamos sacrificios… Lo peor era cuando le hablabas de la Chacha. Le tenía un pavor sobrenatural.

Eso vino a contarme a mí, pero lo espanté, y mi madre tampoco quería que el Mecha me hablara de tonterías. No era necesario, pues no creía en cuentos de ese tipo. O por lo menos, me resistía, ya que después de aquella noche, difícil de olvidar, no podría dejar de tener presente a lo largo de mi vida, que en ocasiones lo que nos parece más real es solo un espejismo de nuestro entorno condicionado, y que la misma realidad tiene diferentes enfoques de percepción.

Allí no funcionaba la radio, y todos nos fuimos a dormir pronto, tirados sobre mantas en la roca, como bien podíamos, como refugiados que jamás volverán a tener dignidad… u oportunidad de sobrevivir. De lejos llegaba el resplandor de una pequeña hoguera, seguramente orientada hacia la entrada, para que el humo no nos intoxicara. Así podía distinguir las figuras en la oscuridad. Óscar estaba inquieto a mi lado, y para quitármelo de encima le engañé. Como madre y padre dormían profundamente, era una buena opción para alejar a ese mocoso. Detestaba su presencia.

―Óscar, al fondo, si sigues aquel camino, llegarás a un lago muy grande. Hay peces que brillan e insectos que nunca has visto.

―Ven conmigo, no quiero ir solo.

―Tengo sueño. Mejor ve tú. Toma la linterna. No se lo digas a nadie.

Llevado por el entusiasmo, Óscar, de puntillas, caminó con su torpe cojera entre nosotros y una vez sorteadas algunas personas que le impedían el paso, se apresuró corriendo, haciendo «chac, chac» con su pierna mal formada. Dormí largo rato, tranquila, hasta que escuché unas risas. Alguien hablaba desde el fondo, cuchicheando no sé qué de las brujas. Algún idiota que no sabía guardar silencio, o el Mecha hablando solo, como de costumbre. La ronca respiración de padre propinaba silbidos arrolladores en las paredes que se propagaban por la cueva creando un eco deforme y angustioso, que al poco se apagaba como el rugido de una bestia moribunda. Me levanté y le di una patada en el costado. Asqueroso borracho. Después cogí una linterna que había por allí.

La risa provenía del fondo de la cueva, desde el camino que Óscar había tomado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? No tenía reloj, en el pueblo no era necesario, te orientabas con el sol y las campanadas de la iglesia. Aquí, en el frío infierno de la montaña no existían las horas. Sentí una mano que me golpeó el hombro por detrás y las carcajadas ridículas de el Mecha estallaron sin sentido. ¿Qué le hacía gracia a ese imbécil? ¿Asustarme? Lo hizo, sí, y le di tal bofetada que habría partido una roca.

―¿Es que eres tonto? ¿Por qué no te has quedado en el pueblo, a ver si te cae una bomba y desapareces de una vez? ―le dije. La pasividad de mi padre y la obsesión de mi madre por Óscar no me dieron más opción que ser una vieja de doce años. Una vieja quejica y arisca.

El Mecha lloraba. «Tu hermano, Óscar. Se lo ha llevado la Chacha», dijo sollozando. Le seguí el juego. «¿Y por qué no se lo has impedido? Ahora te acusarán de haberle hecho daño, tontaina. Te llevarán a la cárcel y te torturarán. No, mejor. Te llevarán al pueblo a que los soldados te acribillen en el paredón, como un delincuente. Eres escoria». Y se fue despavorido, corriendo en la oscuridad, mudo.

Dirigí la linterna hacia el fondo de aquel camino. Todo en calma. El pasadizo giraba hacia la izquierda muchos metros más adelante. Me acerqué a la curva. De inmediato un olor a podrido me provocó arcadas y el sabor a vómito revenido me llegó hasta el paladar. Escuché entonces un grito, desesperado, tierno. Óscar. Me estremecí como nunca al imaginar a Óscar sufriendo mientras la Chacha lo devoraba, pero eso eran cuentos, y la vieja tendría más de doscientos o trescientos años, los espíritus no existen, ni las brujas, ni los gnomos, duendes… ni la chica de la curva. Era la única niña en el mundo que no creía en esos cuentos. Era rara. Llamé a mi hermano, asustada. El grito se repitió, esta vez me respondió y pidió ayuda. Corrí como pude, me tropezaba, caía y me levantaba, no sé cuántas veces, y a medida que el pasadizo se hacía interminable mi corazón rebosaba arrepentimiento.

Topé con una puerta, junto a la cual el hedor era aún más insoportable. Peor que el corral de los abuelos, donde los cochinos y las gallinas. Allí nunca iba, me daba asco. Era como volver hacia atrás en el tiempo y la memoria, retroceder en contra del avance de la modernidad. Sin embargo, Óscar ayudaba con todo su empeño al abuelo. Daba de comer tomates a las gallinas. Limpiaba las conejeras, era tan feliz que me repugnaba. Al final nunca he comprendido el porqué de tanto rencor, aún hoy guardo ese rechazo inmundo hacia todo lo que me rodea. Hacia mí misma. Golpeé la puerta, necesitaba saber que estaba bien, no sé si por miedo a ganarme una buena regañina ―mi madre me culparía seguro― o porque en el fondo quería a ese niño.

Un cosquilleo en la pierna atrajo mi atención. Una lagartija. ¿Animales allí? Sin embargo las lagartijas no emitían sonidos, solo el «fris, fris» de sus movimientos. Enfoqué con la linterna. Había más correteando a mi alrededor. Y algo más. Una rata enorme atrapó a una. La mordisqueaba sin cesar, y otra rata quiso arrebatarle el bocado. De las paredes bajaron más lagartijas, algunas caían al suelo y seguían un rumbo indefinido, revoloteaban en torno a las ratas. La cola de la lagartija devorada se soltó y continuó un baile desorientado hasta que la rata ladrona la atrapó.

Cualquiera de esos animales solos no me infundía el menor miedo, pero tantos allí, juntos… parecía una pesadilla. Golpeé de nuevo la puerta. Comprobé que estaba abierta y sin pensar crucé el umbral. Vomité allí mismo, y después me agazapé a llorar en un rincón. El olor se volvió indescriptible, me hacía sufrir, como si alguien me atara y me metiera en un ataúd, sin poder moverme. Qué sensación de frío y muerte siento hoy al recordarlo. Me hallaba en una especie de cortijo abandonado. Frente a mí, una ventana. Pero estábamos dentro de la montaña, en las cuevas. Y allí había una ventana que daba al exterior. Veía el bosque, la Luna. Intenté en vano abrirla para respirar aire puro. Alguien me llamó.

―Abigail. Abigail. Ven ―la voz temblaba. Era de una mujer anciana.

Tenía aspecto desaliñado, esquelético. Sus movimientos recordaban a un sonámbulo perdido. En la penumbra aparecía su pelo, largo y gris, sucio. La cara tan arrugada y porosa que parecía piedra pómez. Apenas podía distinguirla. Se acercaba a mí, no dejaba de repetir «Ven, ven aquí». Se detuvo muy cerca de mí, podía sentir su aliento golpeándome, era el mismo hedor de la casa. Dio otro paso y la luz de la ventana la mostró completa, aquella imagen cadavérida y deforme. La mitad del rostro que se mantenía en penumbra apareció salpicado de mechones de pelo desiguales y la mayor parte del rostro la ocupaba el ojo, que sobresalía de la cabeza como una larva enquistada en el cráneo que deseaba ser libre al llegar a su etapa adulta, con su iris azul límpido, redondo, fijo. Me tomó la mano y apretó mis dedos. ¿Era ese un ritual? Me dejé porque no tenía nada que hacer más que mirar a ese ojo maligno y opresor.

Los quejidos de Óscar hicieron que volviera en mí misma, apartando la mano de la vieja.

―¿Y mi hermano? ¿Dónde lo tienes? ―y creo que, por primera vez en mi vida, pronuncié la palabra «hermano» con amor.

De nuevo otro grito que provenía de las escaleras. Me deslicé para subir arriba, guiada con la linterna que mantenía bien sujeta. Allí apenas entraba luz. La vieja se mantenía en su sitio. Tirado en el suelo, Óscar lloraba. Lo había atado, la muy bruja. Le quité las cuerdas y me abrazó. Sentí un calor como nunca lo había sentido. Las lágrimas de Óscar me mojaron la mejilla, me apretaba fuerte. Quise desprenderme de él pero tenía más fuerza que yo, el canalla.

Óscar me contó que esa vieja era la Chacha, de la que hablaban en el pueblo desde hacía tantos años. La Chacha era bruja, y necesitaba comer niños. Pero no se los comía con cuchillo y tenedor, ni asados a trozos en una olla bajo la chimenea. Les tomaba las manos y se quedaba con sus miedos. A cambio, ella les daba algo en qué creer, algo que ver. No hice caso a sus palabras. Estaba tan asustado que no sabía lo que decía. «Cállate o te dejo aquí solo con la Chacha», le respondí. Creo que aquello fue muy cruel porque no disfruté amenazándolo, solo lo hice por inercia, por costumbre. Así que me concentré en salir de aquel lugar horrible, que parecía la cárcel de Hansel y Gretel, pero sin el encanto de los cuentos infantiles.

Bajamos y la Chacha estaba esperando, seguía quieta en el mismo sitio, mirándonos con su ojo desorbitado y acusador. No resultaba agradable verla allí. Llegué, sin dejar de vigilarla, hasta la puerta, pero Óscar seguía en las escaleras. Parecía con miedo, no más que yo. «¡Baja!», le grité. No hizo caso. Cuando me acerqué a por él entendí la razón: había multitud de lagartijas en la escalera, lo que me hizo recordar que al salir estarían allí esperándonos. Lagartijas y ratas. Animé a mi hermano a bajar hasta que me vi obligada a subir yo. No pude. Las ratas, malolientes y amenazadoras, me cortaron el paso. Aquello se convirtió en un circo de los horrores en miniatura.

―¡Para de hacer eso! ―dije a la vieja―. Deja que nos marchemos, deja a mi hermano.

El ojo observaba. La puerta se abrió.

El Mecha apareció en el cortijo, temblaba. Repetía asustado «La Chacha» continuamente.

―Ya sabemos quién es. Ayúdame, Mecha. Óscar está ahí, al final de la escalera. No quiere bajar. Hay ratas. Por favor ―le dije.

Y como el Mecha era tan bueno, no solo tonto, comprendí que era más valiente que nadie. Subió los escalones, no tenía miedo a las ratas y las lagartijas. Cogió en brazos a Óscar y me lo trajo. Antes de llegar al último escalón, una rata enorme y chillona surgió de la oscuridad y corrió hacia el Mecha. De nada sirvieron mis gritos y advertencias. La rata le mordió en la pierna, era tan grande como un gato. Y sin embargo el pobre no dijo nada, se aguantó, probablemente para hacerse el duro. Mecha, no debiste. Si hay que gritar, si hay que llorar… hazlo, así de sencillo. Sin poder deshacerse del animal, que le roía la carne sin parar, me entregó a Óscar. «Idos, corred», dijo. Y no volvimos a verlo más. Antes de cruzar, la Chacha había tomado sus manos, las apretaba con fuerza. Así es como se comía a los niños, comprendí. El Mecha aún lo era.

Traspasamos la puerta a toda prisa. Es extraño pero cada vez que lo pienso lo entiendo menos. Si la Chacha quería devorar, digamos, nuestra alma, no nos hizo daño, no impidió que nos marcháramos siquiera. El caso es que tras cerrar la puerta seguía todo oscuro, el viento nos daba en la cara. Estábamos en el pueblo. Otro imposible, sin duda. Aquel cortijo era como un portal hacia tantos lugares. Me harté de todo, cansada y agotada. Nada tenía sentido. Respiré agobiada por el miedo. A mi lado, Óscar tirando de mi mano. Todo en ruinas, vacío. Ni rastro de soldados. ¿Se habían ido? ¿Qué ejército atacaba un país, una ciudad, un pueblo, y no podías verlo?

―Estamos muertos ―dijo Óscar. Quizá fue la afirmación más adulta y amarga que salió de aquel niño de siete años. Me rompió el corazón. ―¿Por qué lloras Abigail?

Abigail Valiente lloraba de miedo, de tristeza. Me enfrenté a la realidad de la situación. La muchacha dura y llena de coraje se derrumbó por culpa del mocoso de su hermano, que no era de verdad su hermano, siquiera.

―No estamos muertos ―dije. Y miré hacia las montañas―. Solo estamos lejos.

―¿Lejos? ¿De dónde? Si estamos en casa.

―No lo sé. Pero aquí ya no hay nada.

Nos volvimos para atravesar el pueblo camino hacia la montaña. El cielo ya se perfilaba en azul sobre el horizonte, amanecía. Quizá nuestros padres nos estarían buscando. Sería horrible que encontraran la puerta al cortijo. Mientras caminábamos pensé en el Mecha, lo traté fatal y me pagó con valentía y entrega.

―Alguien viene, Abi. Lo oigo. Mucha gente.

Allí estaban los soldados. Decenas, todos con máscaras antigás, completamente cubiertos y de aspecto sobrenatural. Doblaron una esquina, de las pocas que quedaban en pie después de bombardear el pueblo. Seguían un ritmo marcial. Salimos corriendo, huyendo de lo peor, que no podía ser otra cosa que no hallar escondite alguno si no era entre las ruinas. De pronto los canalones de desagüe de algunas fachadas temblaron, como cuando están desbordadas y atascadas, como si todo el escombro se hubiera colado en ellos. El suelo tembló, hasta el cielo parecía que iba a caer porque solo había nubes marrones, espesas, tan cercanas como para poder tocarlas. Del alcantarillado comenzaron a salir, despavoridas, ratas enormes y lagartijas inquietas, unas sobre otras. Despedidas de los canalones, escupidas con asco. Nunca podríamos salir de allí. Los soldados se detuvieron al llegar a nuestra altura. Al otro lado los animales nos cortaban el paso. Y entre todo aquel horror, la Chacha, que parecía levitar sobre las ratas, o transportada por ellas, nos alcanzó.

―¡Déjanos en paz! ―chillé lo máximo que pude.

―Vosotros nos habéis obligado a hacerlo ―respondió la vieja. Así que sabía hablar.

El rostro carcomido y ahuesado de la Chacha resultaba aún más espeluznante a la intemperie. El brillo del alba realzaba su fealdad, la convertía en algo real.

―¿Seguís sin creer en nosotros, niños? ―continuó la vieja―. Nos estamos muriendo, ¿os parece justo?

―Pero no sabemos quiénes sois ―repliqué, desesperada.

―Somos las historias del pasado de este pueblo. Y de todos los pueblos. Aunque no hemos podido reunirnos aquí todos. Pero nos habéis obligado a esto. Solo queremos que sigáis creyendo en nosotros. Nos olvidáis, y no queremos desaparecer.

Noté un rastro de pena en la Chacha. Nos suplicaba poder vivir. No venía a hacernos daño.

―Y todo esto, ¿por qué lo habéis hecho? ¿Era necesario destruir? ¿Y matar a nuestro amigo? ―extraño fue dirigirme al Mecha como mi amigo. Hasta Óscar se sorprendió. El niño no me soltaba la mano.

―Para que creáis. Los niños tenéis la fuerza que nos mantiene. Cuando llegáis a adultos dejáis de creer en la verdad que hay más allá de vuestra vida y existencia. Nos olvidáis. En este pueblo sois los últimos, quedáis pocos niños.

El Mecha, según contó la vieja, era el que más creía en ellos, por esa razón se lo quedaron. No estaba muerto, pero tampoco volvimos a verlo nunca. Se fue con ellos.

―Y si volvemos a creer, ¿nos dejarás ir? ¿Podremos volver a casa, y que todo esto no haya sucedido?

―Es un trato a vida o muerte, jovencita. Tenéis que mantener las tradiciones. Si no, volveremos, con más fuerza. Y entonces habrá un desastre peor que la guerra.

Amenaza o trato. El caso es que nos pidió un abrazo para que todo acabara y volviera a su lugar. No queda tinta en el mundo, ni capacidad en un disco duro, para describir todo lo que sentí en aquel momento, tan lejano, triste incluso, de mi infancia. Algo recelosos nos acercamos a la Chacha, que esperaba con los brazos abiertos. Óscar se tapó la nariz pero le hice un gesto de que no era necesario. El calor de la vieja desprendía aroma a geranios y a jazmín, como los que la abuela tenía en su jardín, donde mi hermano jugaba en verano. Era un jardín exhuberante, donde todo el espacio lo cubrían plantas, césped y flores de todo tipo. Allí me sentaba a leer mis libros, esos que nada tenían que ver con brujas, seres y monstruos surgidos de las montañas del pueblo o de cualquier otro pueblo en el mundo, aislada de los demás, para no soportar la insulsa vida de mi madre y las borracheras de mi padre. Sola me sentía mejor. Por esa razón, hoy día soy yo quien ha cumplido el trato con la Chacha. Nadie, ni siquiera Óscar, volvió a prestar atención. Me convertí en escritora ―convertirse en algo que llevas dentro suena absurdo―. Escribí sobre los mitos y las tradiciones del pueblo. Me ha llevado décadas, y no habrá vida suficiente para contarlo todo.

Allí, abrazados a la mujer que temíamos, que quería devorar nuestras almas si la olvidábamos, sentimos cómo el sueño nos llevó a la oscuridad de la cueva, donde despertamos como si nada hubiera sucedido. Ya era de día. Un grupo de hombres del pueblo que había bajado a investigar, comenzó a dar voces, entusiasmados. «¡Los soldados se han ido!». La radio de un vecino, que encontró señal a las puertas de la cueva, anunció el final de la guerra de forma inmediata. Así como empezó, desapareció todo rastro. Y la gente pronto se olvidó de que tuvimos que huir a las montañas, de que una guerra improbable destruyó el pueblo. Pero yo, no. Desde entonces, lo veo claro. Las manos de la Chacha no me hicieron daño. Aquella noche, en el cortijo, esa mujer me abrió la mente. Solo un leve toque me devolvió la capacidad de percepción que perdía mientras crecía y empezaba a hacerme adulta. Cambió mi vida y mi forma de ver las cosas. Y con mis libros deseo transmitir lo mismo.

Ahora, si me permites, te firmaré el ejemplar, dedicado. ¿Cómo has dicho que te llamas?

Por Marcos A. Palacios

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Marcos A. Palacios
Marcos A. Palacios
Administro CosmoVersus y colaboro con la Editorial Gaspar & Rimbau, donde he publicado mi primera obra antológica 'Fantasía y terror de una mente equilibrada' y corregido y anotado los libros de los 'Viajes muy extraordinarios de Saturnino Farandoul', entre otras ocurrencias. Mis reseñas van más allá del mero apunte de si este o aquel libro me ha gustado mucho o no. Busco sorprender y animar a los lectores a leer y compartir mi experiencia personal con los libros, igual que los compañeros de CosmoVersus. Soy muy retro, y no por mi edad, pues a los 20 años ya estaba fuera de onda. Perdón por no evolucionar al ritmo de los tiempos, pero es que soy yo.

3 comentarios sobre «Peor que la guerra.»

  1. Me ha parecido espeluznante el ojo de la vieja. He temido todo el relato que Óscar desapareciese de la peor forma posible. El pobre Mecha ha sido al final el que ha pagado el precio. Y de mala manera. Las ratas son asquerosillas. Ya en plena oscuridad y en manada no te quiero ni contar. Vamos, que he pasado un mal trago.

    Todo tiene un precio en la vida, incluso el que te recuerden. Al menos en esta ocasión el precio se lo paga ella y el que sus obras perduren hará que posibles víctimas de la memoria se salven.

    La niña exudaba mucho rencor. Las familias desestructuradas causan mucho daño psicológico en los niños. Y, a veces, el carácter de cada uno puede ahondar eses traumas. Y la mayoría de las veces es el egocentrismo el que lo provoca, como yo sufro no me fijo en los demás, porque ¿y yo qué?. Es un poco lo que le sucede a ella. No se preocupa de Óscar hasta que algo pasa, mientras está concentrada en sí misma.

    1. ¿En serio has sufrido? Voy a tener que escribir cosas más bonitas a este paso jeje… Pues fíjate que algunos elementos de este relato están tomados de sueños concretos que tenía de pequeño. Adivina: la vieja del ojo es uno de ellos. Ya no digo más. Veo que encuentras las pistas que dejo en mis relatos, me gusta contar muchas cosas, qeu haya varias lecturas. Gracias por leerlos, de verdad 😉

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