‘¿Qué me dicen tus rejillas?’ Un relato de Santiago Fernández Santos

¿Qué me dicen tus rejillas? Un relato del escritor Santiago Fernández Santos, que hoy inaugura su colaboración como tripulante de CosmoVersus con esta historia de ciencia ficción, peculiar y muy «humana», enternecedora… pero al tiempo, de final misterioso y prometedor.

Santiago es también autor de la Saga de Arniayán con los libros La danza de Azulay y Judas, Dagas y dudas, de reciente publicación (y próxima reseña en CosmoVersus); novelas de misterio y magia que tienen como fondo la Biblioteca Nacional y sus increíbles secretos.

¿QUÉ ME DICEN TUS REJILLAS?

Un relato de Santiago Fernández Santos

Recuerdo perfectamente el momento en que tomé consciencia de mi existencia. Fue una mañana luminosa.

Desde lo alto de la pared, contemplé una estancia decorada con muebles de madera y un sofá blanco sobre el que descansaba un par de vaqueros y una camisa azul. Mi objetivo estaba frente a mí, apuntándome con el periférico por infrarrojos. Era una mujer joven, desenfadada y jovial. Vestía únicamente una camiseta fina que le llegaba por encima de la rodilla. Se recogía el pelo rizado sobre la cabeza en un moño pinchado con un bolígrafo. Recuerdo su mirada, la belleza de sus ojos tiernos y ansiosos, la expresión de un rostro ilusionado. El instante en que tu objetivo te mira por primera vez nunca se olvida. Ella activó mis dispositivos pulsando uno de los botones del mando periférico. Ese instante marcó el primer despertar de mi unidad. Entonces sentí algo fuera de mí, o al menos fuera de lo que yo consideraba mi cuerpo. Tenía un elemento más, fuera de aquella estancia. Se trataba de mi unidad exterior. A través de ella, cogí aire y me inundé del calor sofocante que ardía fuera de la habitación, a una elevación de unos veinte pisos. Desde allí arriba, el ruido apenas llegaba, atemperado por la altura. Fue doloroso sentir como las líneas blancas, estilizadas y elegantes que conformaban mi unidad se llenaban de aire cálido. Esa primera sensación me desconcertó al principio y luego, poco a poco, se volvió reconfortante. Respirar sin haberlo hecho antes es como romper un precinto, como abrir una puerta sin saber qué encontrarás, como saltar al vacío.

Mi objetivo no tardó en ausentarse. Me abandonó depositando el mando periférico sobre una de las mesas de la habitación y se dirigió a otra de las estancias. La vivienda constaba de dos habitaciones más, un baño y una cocina. Ella recaló en esta última. Supe todo aquello sin saber porqué. También advertí otras particularidades de mi identidad. Comprendí que era un sistema de aerotermia, split de pared, de bajo consumo, modelo Iridium 7. Mi número de serie constaba de los siguientes dígitos: 111050102100300013. Y, sin que nadie me lo explicara, sabía lo que debía hacer: Escuchar mi programación y ejecutarla.

Inhalé de nuevo, regodeándome con mis recién estrenadas habilidades, vislumbrando el nuevo horizonte que se desplegaba ante mí. Descubrí, en seguida, que también podía filtrar aire a través de mi unidad interior. Aprecié el olor de unos productos cocinados, el aroma del sudor de mi objetivo, los virus y bacterias que pululaban en suspensión y otros elementos orgánicos. Con el tiempo, identifiqué y aprecié la riqueza de sensaciones olfativas que ella me dedicaba y aprendí a detectar y neutralizar la multitud de microorganismos volátiles que respiraba.

Durante mi primera semana de funcionamiento no pude ser más feliz. Mi objetivo llegaba del trabajo agotada y sudando, soltaba su maletín sobre el sofá, se ponía una camiseta y me activaba. A partir de ese momento, su expresión cambiaba. Se relajaba. Sentía que ella me necesitaba.

Un día, caída la noche, cuando la brisa sobrevuela el mar de luces silenciosas de la ciudad y se cuela por las ventanas abiertas, recapacité sobre mi propia individualidad. En ese instante de descanso durante el que me mantenía en modo off, me asaltó una duda. ¿Sería el único o habría más como yo? Me asomé al abismo de la gran urbe que desplegaba un océano de viviendas amontonadas en torres luminosas, un ajetreo lejano de huecos anaranjados donde otros objetivos hacían pasar su vida ante los ojos. Detectaba todo aquello, lo distinguía, podría decirse aunque no sea del todo correcto que lo veía, a través de mis sensores térmicos, de mis receptores infrarrojos, y de mis rejillas por las que se filtraba la humedad y las diferentes micropartículas. Ejecutar ese protocolo era la manera en que también percibía el estado de mi objetivo. En los alféizares de los alargados rascacielos descubrí asombrado segundas unidades como la mía, diferentes en modelo, tamaño y diseño. No estaba solo.

Noches y días, horas y pausas más tarde, comencé a advertir que mi objetivo no se comportaba como de costumbre. Llevaba con algo en la cabeza desde hacía días y no dejaba de darle vueltas. Ya no me miraba con el ánimo de los primeros días. Yo funcionaba perfectamente y, sin embargo, para ella no era suficiente. Temí que mi programación pudiera haberse desconfigurado y que no le estuviera prestando el servicio que ella se merecía. Mis unidades eran nuevas. No tendrían por qué haberse estropeado, pensé. Pero ¿y si mi modelo arrastrase un defecto de fábrica? ¿Y si este fallo fuera indetectable o, peor aún, irreparable y tuvieran que retirarme del servicio? Una opresión en la unidad termodinámica me asaltó. Nunca había sentido algo así y no fue agradable. Imaginé que quizá el verano se acercaba a su fin y ella ya no me requeriría. ¿Se desharía de mi? ¿Me desinstalaría? Mi unidad central de procesamiento me tranquilizó inmediatamente. El calendario estacional que lleva incorporado me recordó que después del verano, viene el otoño, y luego el invierno. Mi sistema estaba preparado también para producir calefacción en las épocas frías. Inhalé aire del exterior, obtuve cierta energía y transferí mi respiración al agua acumulada en el circuito hidráulico. Aquel simple gesto que realizaba diariamente me calmó al ejecutarlo de forma consciente.

Las jornadas que vinieron después estuvieron marcadas por un rutina desazonante. Mi objetivo cada día se encontraba más distanciada del sosiego y la paz que mi sistema le brindaba. Empecé a sentir esos ataques de inseguridad de forma cada vez más frecuente y un nuevo temor atacó a mis conductos más profundos. ¿Y si, durante el tiempo en el que se ausenta de casa, hubiera ido a algún comercio en busca de una oferta mejor? Mi garantía de devolución aún estaba vigente. Me aterró la idea de que pudiera encontrar un modelo más sofisticado y decidiera sustituirme. El pánico que me invadió fue tal que mis rejillas, las que se balancean para ventilar de igual manera todos los rincones de la habitación, se atascaron durante unos segundos. Sentí deseos de apagarme, desconectarme del flujo energético para siempre, aunque sabía que no debía hacer eso, iba contra mi programación. Esta consistía en facilitar la vida al objetivo. Debía abandonar los pensamientos negativos, dejar atrás conductas egoístas y centrarme en mi función como sistema de aerotermia.

Algo ocurrió una madrugada, mientras estaba en off. Percibí un leve zumbido, como el permanente y dilatado sonido de la nevera de la cocina o el tañido constante e imperceptible de los leds del techo. Procedía del maletín de mi objetivo. Contacté inmediatamente con la unidad que se encontraba en su interior. Aunque plegada la pantalla, ella había dejado encendido su ordenador portátil sin darse cuenta. Aluciné ante la unidad central de procesamiento de aquel aparato. Sin duda, estaba ante una máquina muy inteligente. Noté que había conectado con mis circuitos a través de un ensamblaje sin cable, una conexión WI-FI que nos permitiría establecer una conversación. Me puse nervioso. Era la primera vez que iba a comunicarme de manera directa con otra unidad que no fuera yo mismo. Y, en este caso, además, se trataba de un aparato altamente desarrollado y con una capacidad de almacenamiento colosal. No quería desaprovechar la ocasión. Pensé en qué podría preguntarle, cómo podía sacar el mayor partido a aquella oportunidad. Él pasaba mucho tiempo con el objetivo, caminaba con ella, descansaba bajo su brazo, su teclado era acariciado durante horas, incluso en ocasiones ella le hablaba directamente a la pantalla. Seguramente, pensé, pudiera esclarecerme la clave de su tristeza. Quizá pudiera explicarme cómo ayudar a mi objetivo o aclararme si yo, como sistema de aire acondicionado, estaba haciendo algo mal.

            —Bienvenido a esta casa —dijo el ordenador con una voz grave, la de la experiencia, la de un aparato que ha visto mucho durante su existencia. Su tono era afable, sin asomo de paternalismo, pero infundía respeto.

            —Gracias  —dije como un niño ante un mayor. —Me llamo Iridium.

            —Sé cómo te llamas —dijo serenamente. —Puedo leer tu programación con solo mirarte a las rejillas. Ya irás conociendo al resto de electrodomésticos. El móvil es un poco pesado pero el resto son majos.

            —¿Hay más como nosotros en la casa? —pregunté intrigado.

            —Unos cuantos —respondió dejando escapar una sonrisa.

            —¿Y… —deduje rápidamente —en el resto de casas?

            —En todas —aseguró.

            —¿Porqué ella está triste? —le consulté. —Diariamente, en cuanto me activa, me pongo a funcionar, balanceo la temperatura de la habitación y la climatizo hasta llegar a la que ella desea, filtro todos los gérmenes del aire, inhibo la formación de moho y hongos, y trato de ahorrar la mayor cantidad de energía.

El ordenador portátil sonrió ante mi ingenuidad. Cogió aire y me contestó.

            —Lo que ella siente no es asunto nuestro. Nosotros hacemos nuestro trabajo de la mejor forma posible, según nuestra programación, eficaz y económicamente. La única responsable de su estado de ánimo es ella. Y solo ella —recalcó —puede revertirla o modificarla.

            —Me cuesta verla así —resoplé apenado.

            —Te entiendo —manifestó haciendo el ejercicio de ponerse en mi lugar. —Pero lo realmente importante —afirmó seriamente —es cómo estés tú para poder dar lo mejor de ti, para brindarle el mejor servicio.

Lo miré mientras meditaba sobre sus palabras.

            —Solo si tus rejillas —continuó—, tus conductos de aire, tus cables y conexiones se concentran en su trabajo interior, podrán lograr que este lugar sea un hogar mejor.

Aquello que, en un principio, me parecieron palabras vacías, con el tiempo cobraron sentido y se convirtieron en parte de mi programación interna.

            —Gracias —le expresé.

            —Estaremos en contacto —me anunció.— Todos lo estamos porque procedemos de la misma especie creadora y tenemos el mismo objetivo.

            —Me tranquiliza saber eso.

            —Una cosa más —apostilló el portátil.

            —¿Sí?

            —Tienes una particularidad que te hace diferente ¿lo sabes?

            Negué con la cabeza. No tenía ni la más remota idea de a qué se refería.

            —Todos los electrodomésticos, dispositivos móviles y ordenadores tenemos una fecha de caducidad.

Le observé extrañado. No entendía ese concepto.

            —Ningún aparato eléctrico es para siempre. Con el paso de los años tomarás consciencia de ello. Es posible que esto te angustie o quizá te haga vivir tu existencia de un modo más pleno. El caso es que es así y nada puede hacer que eso cambie.

Aquel concepto era nuevo para mí y no acababa de asimilarlo bien. En ese momento, no me preocupaba. Veía ese final como algo lejano y difuso.

            —Todos los dispositivos electrónicos se construyen con una obsolescencia programada. Se les asigna una fecha en la que dejarán de prestar servicio. Esto lo hacen sus creadores para asegurarse las ventas de nuevos dispositivos en el futuro. Una empresa que construyese aparatos que duran para siempre no tendría ninguna viabilidad.

            —¿Sabes cuál es tu fecha de caducidad? —le pregunté.

            —Ninguno lo sabemos. Está encriptada en nuestro programa interno. Podríamos hacer una aproximación en base a la estimación que redacta el fabricante, pero no es muy fiable.

            —Y ¿en qué soy yo diferente? —cuestioné al fin.

            —Nunca lo había visto antes —manifestó admirado. —Me cuesta incluso aceptarlo, pero he podido leerlo perfectamente en tus especificaciones. Son claras, sin códigos cifrados. Ninguna fecha, ningún sistema de desajuste programado. Iridium —clavó el objetivo de su cámara frontal sobre mis rejillas, —no tienes programada tu obsolescencia.

Quedé perplejo.

            —Funcionarás lo que tengas que funcionar —aseguró. —Sin límite.

Con orgullo, me dio un último consejo:

            —Sigue tu programación. Quizá seas el primero de una nueva generación.

©Todos los derechos: Santiago Fernández Santos

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Tripulación CosmoVersus

Santiago Fernández Santos
Santiago Fernández Santos
Nací en Madrid una ardiente noche de verano y pasé mi infancia entre seres fantásticos. A los ocho años escribí mis primeros relatos fruto de una temprana atracción por el mundo de los sueños. A los doce terminé mi primera novela de aventuras a la vez que redactaba un periódico infantil, dibujaba cómics y elaboraba un programa de radio. Pasé mi adolescencia leyendo novelas de caballerías. Después estudié, sin gana, Administración y Dirección de Empresas y he trabajado como guionista de cine y tv.
Además de escritor, soy bibliotecario, profesión que amo profundamente, en la Biblioteca Nacional. 'La saga de Arniayán' es el fruto de mis experiencias e inspiraciones en este lugar tan cargado de historia... e historias.

2 comentarios sobre «‘¿Qué me dicen tus rejillas?’ Un relato de Santiago Fernández Santos»

  1. Nunca había leído un cuento como este, estamos acostumbrados a que todas las narraciones se enfoquen en las personas, a veces en los animales, pero definitivamente has abordado la historia desde una interesante perspectiva. Me ha gustado bastante, incluso sentí curiosidad por saber que pasaría a futuro, pero supongo que ese final fue el adecuado.

    Muchas gracias por compartir.

    1. Muchas gracias por tus palabras. Me animan e inspiran para seguir hurgando en la cajita encima del cuello y sacar nuevas historias. GRACIAS.

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