‘El Avispero’, un relato de Eduardo Moreno Alarcón

El Avispero

I

¡Maldito cuervo entrometido! ¡No entendía nada! Repetía sin cesar esa monserga religiosa. ¡No era consciente del peligro! ¡No lo era y ahora está muerto! No quiso escuchar. Buscarán a un loco asesino, ¡pobres idiotas!

Mis manos están manchadas con la sangre de mi propio hijo, sí, y también hallarán el cuerpo mutilado de su madre. Si al menos alguien comprendiera mis desvelos… Pero se hace tarde, es momento de poner fin a esta locura. Cuando estas páginas caigan en manos de la justicia, yo habré cumplido mi deber. Que nadie busque mi cadáver, pues nunca lo hallarán. Ahora, déjenme que les cuente algo…

Una fría noche de enero, un grupo de figuras embozadas cruzó a caballo la aldea. Galoparon monte arriba hasta ocupar una extensión de prado en la vertiente más profunda y abrupta de la montaña. Allí, los nuevos inquilinos fundaron un soberbio monasterio. Con no poca sorpresa, los lugareños descubrieron que aquellos encapuchados eran, en realidad, una desconocida comunidad de monjas, la mayoría de edad avanzada. En poco tiempo, levantaron un imponente edificio sin aceptar la ayuda de sus vecinos.

Las misteriosas damas prosperaron. Con sus propias manos, aquellas pálidas mujeres escribieron multitud de libros. Su saber desconcertó a los eruditos. Cada pocos meses, los humildes campesinos veían partir un jinete cargado con gruesos volúmenes. Pronto sus tratados despertaron las sospechas de la comunidad eclesial. Un alto emisario del clero acudió para reprobar esta conducta tan poco digna de su sexo e instaurar severas normas de sumisión ante un Dios varón. Transcurrieron tres semanas sin noticia alguna del digno cardenal. Cuando regresó a la ciudad, su estado mental era penoso. Parecía un espectro demacrado. Ante la imposibilidad de obtener información del pobre demente, los hombres de fe decidieron acabar con el foco de insurrectas, tan hostil a sus intereses. Acusadas de herejía, ordenaron su inmediata detención. Sin embargo, al atravesar las puertas del claustro, los guardias contemplaron un espectáculo atroz. Cavadas en el suelo de piedra, decenas de tumbas infestaban el gran patio central. Aquel suicidio colectivo llenó de horror sus almas. El taller de escritura había sido reducido a cenizas y nunca apareció ningún ejemplar entre los escombros.

 

II

Ustedes no saben lo que ocultan las montañas. Pero yo las conocía bien. Adoraba los bosques. Amaba el sosiego del arroyo, el canto de las hojas, la danza de los vientos. Vagaba por sendas solitarias, preñadas de aroma fresco y dulzón. Pasé muchas noches bajo el manto de los robles centenarios. Empapado en húmedo rocío, cantaba a las estrellas. Eso fue hace mucho tiempo.

A mediados de otoño emprendí una marcha que habría de llevarme hasta el pueblo de Dheim, al fondo del valle. Salpicando de amarillo las laderas, la flor de los castaños colgaba en bellas guirnaldas. La noche era cálida y apacible. Esa madrugada bailé desnudo ante la luna.

Al amanecer, la bruma se alzaba vaporosa. Busqué entre la maleza el rumor del agua, pues quería beber y refrescarme. Pero el río había desaparecido. Deshice mi camino y traté de orientarme. Todo parecía distinto. Aquel lugar me resultaba ahora ajeno. Corrí de un lado a otro en pos de huellas anteriores. Sólo polvo y niebla. Finalmente me desorienté por completo. Al tratar de descender por la pendiente, resbalé. En mi ciega caída, las piedras me rasgaron punzantes. Un grueso tronco me detuvo. Quedé tendido, inmóvil.

Una lluvia fina comenzó a desgajarse entre las ramas. Tiritaba. La pierna me dolía terriblemente. Aterido, cada intento por levantarme laceraba mi cuerpo magullado. La noche se llenó de oscuros presagios.

 

III

Sentí que una luz me rodeaba. Pero ya no era turbia y espesa. Estaba en una modesta habitación. Yacía sobre una estrecha cama. De pronto, se oyó un chirrido quejumbroso. La puerta se abrió muy despacio. Una mujer asomó. Lacios, largos mechones grises cubrían su rostro arrugado. Arrastraba penosamente una tosca silla de ruedas, produciendo un crujido lastimoso al avanzar. Me miró con ojos acuosos y hundidos.

—Ha tenido suerte, señor; podía haber quedado sepultado bajo la hojarasca. ¿Quiere un caldo caliente?

—Sí, gracias.

Tomé aquel líquido humeante como si un fuego ardiente abrasara mi alma. Los brazos me pesaban y apenas tenía fuerza para sostener el cazo. Mientras sorbía, ella callaba. Parecía complacida.

—¿Cómo me encontraron? No se veía nada; pensé que no saldría vivo de allí.

—Rudolph le trajo. Es un gran cazador. Seguía la pista a un enorme animal, aunque no llegó a verlo con claridad. Si no llega a disparar al bicho, le hubiera devorado.

—¿Lo mató?

—No, no llegó a darle; estaba muy lejos. Escapó monte arriba.

De repente, un lamento se escuchó en la distancia. Un quejido estremecedor sonó dentro de la casa. El cazo se me escurrió entre los dedos y cayó al suelo. Su eco metálico dejó paso al sonido del viento. La cara de la anciana reflejó un miedo paralizante.

—¿Qué ha sido eso?

—Es… Es mi hija. Perdone, tengo que darle la cena. Vive arriba, en la buhardilla. Verá, desde muy pequeña padece… Una extraña enfermedad. Nunca sale de su cuarto. Yo la cuido y la alimento.

No pude reprimir un gesto de sorpresa. ¿Por qué no bajaba ella en lugar de hacer subir hasta el piso superior a su madre inválida? ¿Acaso su dolencia le impedía moverse?

Un alarido espantoso sacudió los cimientos de la estancia. Sobrecogida, la vieja giró con fuerza su silla y salió sin decir más. Después escuché unos golpes sordos que ascendían. ¡Aquella mujer se arrastraba escaleras arriba!

Quedé sumido en un tumulto de emociones. No podía borrar de mi mente ese gesto angustiado y el terrible chillido que lo provocó. Presté atención, pero no oí nada en los minutos siguientes. Lentamente, mis agotadas facultades me acompañaron hasta el umbral de sueños funestos.

 

IV

Los árboles guardan celosos secretos que susurran al viento helado. En la crudeza del invierno, los montes se cubren con mantos de escarcha esponjosa. La vida aguarda agazapada.

Pasaron los días. Mis molestias persistían y el dolor me impedía descansar. Veía muy poco a Vikenka. Sólo entraba para dejarme comida. Me sonreía con tristeza y se marchaba. Tenía mucho que hacer, decía. Según ella, el médico no podría visitarme a causa de la intensa nevada. Entretanto, la muchacha invisible parecía agitada. Desde el piso superior, se hacían audibles pasos pesados y arrastrar de objetos. Pero lo peor siempre ocurría cuando tenía hambre. La casa entera temblaba ante el pavoroso aullido. Luego, insidiosos, los choques apagados de unas piernas inertes contra los peldaños.

La tarde siguiente recibimos una visita. Por la voz, deduje que se trataba de un hombre de edad avanzada. Su angustia era infinita. Apenas acertaba a balbucear mientras lloraba sin consuelo. El crepúsculo caía, mustio, y nada sabía de sus hijos.

La desaparición de Adelmo y Gerrt conmocionó al pueblo. Todos estimaban a aquellos muchachos, buenos y laboriosos en sus quehaceres. Al alba se organizó una batida por los alrededores, pero, cruel e incesante, la nieve había borrado cualquier rastro previo. Sombríos, los hombres regresaron al calor de sus hogares cargados de malos augurios.

Poco después, la hija de los Verner se ahogó. Su frágil cadáver fue hallado flotando en el arroyo. La enterraron en el pequeño camposanto, detrás de la ermita. Una sombra helada encogió nuestros corazones y Dheim se sumió en tinieblas.

 

V

A veces, el cierzo azota el rostro portando presagios perversos. Ocurre así, pues los hombres caminan perdidos, incapaces de hallar el lenguaje del abismo.

Cuando al fin pude incorporarme y andar sin muletas, quise visitar la tumba de la pobre niña. La tarde era fría. Sobre las ramas, desnudas, graznaba un cuervo enlutado. Al verme huyó, llevando consigo su odiosa melodía. Sobre mi palma extendida descansaba una pequeña rosa blanca. Posé la flor sobre el lecho marmóreo. Y entonces me di cuenta. ¡La lápida estaba partida!

Una lúgubre zozobra petrificó mi alma. Las dos mitades permanecían perfectamente encajadas, pero aquel sepulcro había sido profanado. Obedeciendo a un oscuro impulso, agarré una de aquellas losas y tiré hacia fuera. Tuve que emplearme a fondo. Lentamente, la piedra se deslizó. Un hedor corrupto infestó el aire. Al fin, la fosa quedó abierta, dejando traslucir su contenido… ¡Vacío! ¡Nicho eterno de negrura y lodo! Pero ¿qué o quién pudo perpetrar semejante sacrilegio?

Con los nervios desechos regresé al pueblo mortecino. Macabros espectros parecían danzar entre las sombras. Era noche cerrada cuando entré en la casa. Iluminada por la lumbre crepitante, Vikenka contemplaba silenciosa el vacío. Se acercaba el momento de la despedida. No podía demorar más mi partida. De pronto, surgiendo de las tablas carcomidas, brotó un ladrido pavoroso. Grité sobrecogido.

—Lo siento, espero no haberla asustado. El paseo me ha dejado agotado ¿Quiere que le suba la cena yo?

—¡¡Nooo!! ¡No se le ocurra subir! Ilse está peor. Ni siquiera deja que me acerque. ¡Ay, Dios mío! ¿Quién cuidará de ella cuando yo no esté?

No hice más preguntas. Aquella situación me revolvía el estómago. Me fui al cuarto con una sensación opresiva y penosa. Ciertamente, Ilse rugía con una furia inusitada. Cada poco, rompía alguna cosa estrellándola contra el suelo.

En la negra madrugada, desperté bañado en sudor. Incapaz de conciliar ya el sueño, dejé pasar las horas dolientes.

 

VI

Con una extraña mezcla de tristeza y alivio, abandoné Dheim y su halo maldito. A medida que avanzaba, un vaho gélido penetraba en mis pulmones. Los bosques vestían sus ropas invernales. Por más que lo intentaba no podía sacudirme la visión del cementerio. Apreté el paso, pues quería cruzar la cumbre del Kauberg antes del mediodía. Más allá, los picos tenebrosos herían el cielo con sus cuernos afilados.

Comencé la ascensión. Un riachuelo cristalino se mecía entre los prados. Todo parecía en calma, bello, natural. Sin embargo, bajo esa quietud, un misterio insondable acechaba. Algo se había roto en mí para siempre. Aquel paisaje que antes contemplara extasiado, ahora se mostraba hostil y desolado. A través de sus pétreas entrañas, las rocas filtraban rumores siniestros.

Cuando llegué a lo alto del collado quedé atónito. Ante mí se alzaban los muros imponentes del antiguo monasterio. La hiedra había tomado el lugar, cubriendo los sillares desgastados con sus brazos insaciables. Temblé al recordar la muerte de las monjas que aquí habitaron. Tras sus puertas ancestrales, este templo guardaba secretos ponzoñosos. No sé qué anhelo se apoderó entonces de mi mente trastornada. Imbuido en una especie de trance, salté una pequeña verja y entré. Hedores de ultratumba poblaban las baldosas cuarteadas. Pese al polvo reinante, hallé vestigios escondidos de épocas mejores. Arcos y capiteles fueron labrados por manos prodigiosas. Absorto en la contemplación de los frisos, un estruendo me sobresaltó. Aterrado, me oculté como pude y asomé la cabeza con sumo cuidado. Alguien se abría paso a través de las tablas podridas. Poco a poco, la pesadilla cobraba forma.

El ser caminaba con dificultad entre las mohosas ruinas. Arrastrándose pesadamente, avanzó hasta el centro del claustro. Allí se abalanzó sobre la tierra húmeda y comenzó a escarbar. A intervalos regulares, la maltrecha figura sufría extrañas convulsiones. Cuando hubo cavado un hoyo poco profundo, se dejó caer en la fosa recién abierta. Comenzó a retorcerse como un gusano amorfo entre el barro hediondo. Aquellos espasmos parecían dotar de vida propia a los órganos de su informe cuerpo. Y entonces, algo se desprendió de su interior.

Un excremento putrefacto se despegó de su boca. Las fauces del subsuelo se tragaron el despojo con un sonido aterrador. La criatura continuó el ominoso ritual hasta que el jardín del patio quedó totalmente horadado.

 

VII

No es fácil describir lo que ocurrió a continuación. Mi pulso se acelera y la pluma tiembla entre mis dedos. Ignoro por qué no enloquecí. Un pánico febril me espoleó. En mi alocado propósito, quise escapar de inmediato. Súbitamente, el suelo se derrumbó a mis pies. Una vaharada asfixiante y espesa me envolvió por completo. Estaba sepultado. Con una agonía indecible, aparté la tierra apelmazada y traté de respirar. Humo denso y lóbrego. ¿Cómo iba a salir ahora? Al menos llevaba unas cerillas. Frente a mí, un largo pasillo abovedado conducía hacia una cripta. Un único camino, un vacilante destello. Me adentré en aquella catacumba presa de un terror indescriptible.

Acerqué mi mano hasta la húmeda pared para guiarme y me sumí en la negrura. Varios metros más al fondo, el pasadizo giraba. Al llegar al cruce prendí un fósforo. Entonces mi cordura se hizo añicos, pues allí, ¡horrible visión!, colgada en la techumbre, pendía una colmena gigantesca. En sus celdas goteantes unas larvas nauseabundas succionaban compulsivas. ¡El alimento viscoso les caía desde la superficie!

Fulminado ante el diabólico espectáculo, eché a correr desesperado. Al final de la galería topé con una escalinata. Un reflejo mortecino descendía nebuloso. Ascendí, siguiendo su pálido fulgor ¡Una puerta enrejada comunicaba con el claustro! Pateé con fuerza y el candado herrumbroso cedió. ¡Libre!

Una vez fuera, sorteé los surcos pestilentes y trepé hasta un muro medio derruido. Pero, al mirar atrás, mis ojos crispados contemplaron un horror aún más profundo. Sobre el piso agrietado yacían, apilados, tres cadáveres decrépitos. A su lado, el ente inmundo roía sus entrañas para, luego, vomitarlas en el nido.

 

VIII

El día trae luces que arrojan los velos nocturnos. Las nubes que admiramos jamás son las mismas. Todo se renueva en cada amanecer. Un ciclo inevitable. El instinto de supervivencia es la condición más poderosa del reino animal.

Cuando me encontraron, apenas quedaban vestigios de mi antigua razón. Pasé dos largos meses internado. Las altas fiebres me hacían delirar constantemente. Al parecer, erré durante días por el bosque. Al afeitarme, no reconocí al que miraba en el espejo: tal era el cambio que se había producido en mí. Gracias al empeño en mis cuidados mejoré ostensiblemente y pude abandonar el sanatorio.

Decidido a olvidar tanto sufrimiento, viajé a la ciudad. Allí me instalé en una humilde posada a la espera de encontrar trabajo. Poco a poco me iba acostumbrado a mi nueva vida. A las pocas semanas me ofrecieron un puesto en una lonja. Fui prudente y tenaz. Evitaba en lo posible las tabernas y pasaba los festivos recluido.

Una tarde lluviosa, regresaba a la pensión. Me estaba sacudiendo las botas cuando la vi por primera vez. Buscaba hospedaje. Recuerdo su pelo recogido en una trenza. Acababa de llegar de las montañas. Había estado recogiendo miel. Compungida, se quejaba amargamente, pues traía el brazo cubierto de picaduras. Su mirada dolorida despertó mi pasión. La invité a cenar. Sonrió.

Al poco tiempo nos casamos. Nuestra alegría fue inmensa. Mathilda estaba embarazada.

Todo parecía ir bien. Hasta que aparecieron las manchas. Al principio, apenas se notaban. Más tarde, se fueron extendiendo por su frente. El médico no dio mayor importancia a aquellos tres círculos oscuros y nos felicitó por la llegada inminente del bebé. Sin embargo, para mí, supuso el aniquilamiento total. Por desgracia, ya había visto antes esos puntos impíos. Vívida, la imagen retornó devastadora. Antes de huir del santuario, contemplé una última vez al ser antropomorfo, y allí, impresas en su piel, centelleaban esas tres marcas.

 

IX

Aquella misma noche vino al mundo Theodor. Incapaz de soportar mi angustia, salí a la calle. Desquiciado, caminé sin rumbo. Finalmente, lívido y tembloroso, entré en un tugurio. Cantos e improperios animaban el ambiente cargado. Por las mesas mugrientas flotaban aromas grasientos. Me senté consternado, incapaz de pensar. Entonces, desde la esquina, una conversación segó mi última esperanza.

—Os lo puedo asegurar, una hija del demonio, ya lo creo. Hacía años que nadie la veía. Todos compadecíamos a su vieja madre, ¡pobre esclava de Satán!

—¡Bah, charlatanería, supersticiones campesinas!

—¡Tú qué sabrás, estúpido! ¡Si hubieras visto lo que yo, no hablarías así! Ahora déjame terminar. Fue la propia anciana quien dio la voz de alarma. La noche siguiente nos apostamos en la colina y seguimos a la bestia. Mientras se arrastraba hacia el pueblo, vigilamos sus movimientos. Luego, inesperadamente, se detuvo. ¡El monstruo sacaba una llave y penetraba en una casa! Al cerrarse la puerta, se oyó un grito espantoso. Rápidamente acudimos y derribamos el portón. En el rellano, tirada en el suelo, la rueda acoplada a una silla giraba sin control. Encima, una masa rojiza e inmunda colgaba de las fauces del engendro que abatimos a balazos. ¿Por qué me miráis así? ¡¡Os juro que no miento!! ¡Traedme otra jarra! ¡Por Dios que no volveré nunca más a Dheim!

 

X

La madrugada siempre es propicia al vértigo de las ideas. En su agudo silencio, los mayores enigmas parecen cobrar sentido. Un misterio difuso muestra entonces una cara nueva. Y es así como la aurora disipa el alma aturdida con una respuesta.

Lloré la muerte de Vikenka. La cabeza me daba vueltas. Imposible sacudirme una violenta náusea. Deambulé por un parque sin dejar de pensar. Y al fin, como si un rayo cayera en mi cerebro, comprendí. ¡El mal de las montañas! ¡Las monjas embozadas!

Esas malditas hechiceras andan sueltas. Escaparon a su destino con artes demoniacas. De algún modo han sobrevivido, prolongando su existencia de una forma repugnante. Pero esas larvas necesitan una Reina. Una Reina que las alimente. Ilse fue su víctima. La convirtieron en una abominación. Y una vez muerta, Mathilda iba a ser la próxima. La querían para su trono.

Ya conocen el resto. Cuando me alejaba de la habitación, salió a mi encuentro un sacerdote. Al ver la sangre, el infeliz quiso que me arrepintiera del terrible crimen. Traté de razonar con él, pero no quiso escucharme.

Ha llegado el momento de vengarme. Voy a bajar. Las brujas me lo quitaron todo. Ahora destruiré su guarida. Con la puerta sellada, no podrán escapar. Esperaré aquí y veré cómo se asfixian. Cuando lleguen las llamas todo habrá terminado, pues esta noche arderé con ellas en el infierno.


© Todos los derechos de Eduardo Moreno Alarcón

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Eduardo Moreno Alarcón
Eduardo Moreno Alarcón
Eduardo Moreno Alarcón (La Roda, Albacete, 1974).
Ha publicado las novelas Entrevista con el fantasma (Premium, 2015), finalista del VIII Premio de Novela Corta «Encina de Plata», La fuente de las Salamandras (Alféizar, 2017), finalista del II Certamen Alféizar de Novela, Sonata de mujer (Ojos Verdes, 2018), finalista del XXXVII Premio de Narración Corta Felipe Trigo y Apuntes del espejo (Tandaia, 2019) Premio Jerónimo de Salazar de Novela Histórica.
Sucesos del otro lugar (Gaspar & Rimbau, 2020), reúne lo mejor de su producción cuentística de los últimos diez años.
Con La proeza de los insignificantes (Premium, abril 2021), obtuvo el XIV Premio de Novela Corta «Encina de Plata».
Premiado en los Naji Naaman Literary Prizes del Líbano (2019). En 2013 ganó el II Certamen de Relatos de Terror «Sueños de Opio» y en 2012 el Tercer Premio en el Concurso de Relatos «Víctor Chamorro».
Colabora en medios digitales como la revista literaria Absolem y el portal web de literatura fantástica Cosmoversus. También ha publicado en los espacios culturales del periódico accitano Wadi-as y la Revista OP Machinery.
Su pieza teatral Los primeros emigrantes (Diputación de Albacete, 2017) fue incluida en la I Muestra de Teatro de Autores Locales, llevándose a escena en 2016. Durante 2017 y 2018 se representó su segunda obra, La pasión según San José.
Incluido en varias antologías de relatos: Efeméride, antología de Relatos de Ciencia Ficción Apolo 11 (Premium, 2020), Sueños de Opio (2012), Absolem (2013) y Guadix Primavera y Vino (2017).
Ha prologado el poemario Los anillos de Saturno (Rilke), la novela de ciencia-ficción El hombre tras el monstruo (Saco de Huesos) y el libro de relatos Sangre Negra (Alféizar).
Guionista en dos proyectos artísticos con la Orquesta Sinfónica de Albacete: El regalo de Silvia (estrenado en diciembre de 2018 en el Teatro Circo de Albacete) y el musical infantil El Guardafuentes, historia de un tritón (enero de 2019).
Desde marzo de 2018 coordina el club de lectura de literatura fantástica en la Casa del Libro de Albacete.

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